viernes, 18 de noviembre de 2011

JUAN WESLEY Tea arrebatada del fuego 1703-1791 (1 PARTE)



A medianoche el cielo estaba iluminado por el reflejo sombrío de las llamas que devoraban vorazmente
la casa del pastor Samuel Wesley. En la calle la gente gritaba: "¡Fuego! ¡Fuego!" Sin embargo, adentro la
familia del pastor continuaba durmiendo tranquilamente, hasta que algunos escombros en llamas cayeron
sobre la cama de Hetty, una de las hijas de la familia. La niña despertó sobresaltada y corrió al cuarto de
su padre. Sin poder salvar absolutamente nada de las llamas, la familia tuvo que salir de la casa vistiendo
apenas la ropa de dormir, en una temperatura helada.

 El ama, al despertarse con la alarma, sacó rápidamente de la cuna al menor de los hijos, Carlos. Llamó a
los otros niños, insistiendo que la siguiesen y bajó la escalera; sin embargo, Juan, que sólo tenía cinco
años y medio, se quedó durmiendo.

Por tres veces la madre, Susana Wesley, que estaba enferma, tentó en vano subir la escalera. Dos veces
el padre intentó, sin lograrlo, pasar por en medio de las llamas corriendo. Consciente del peligro
inminente, juntó a toda su familia en el jardín donde todos cayeron de rodillas y suplicaron a Dios por la
vida del niño que estaba dentro de la casa presa del fuego.

Mientras la familia oraba en el jardín, Juan se despertó y después de tratar inútilmente de bajar por las
escaleras, se trepó sobre un baúl que estaba frente a una ventana, donde uno de los vecinos lo vio parado.
El vecino llamó a otras personas y concibieron el plan de que uno de ellos trepara sobre sus hombros y un
tercer hombre igualmente trepara sobre los hombros del segundo, hasta alcanzar a la criatura. De esa
manera Juan se salvó de morir en la casa en llamas, rescatado apenas unos momentos antes de que el
techo se desplomase con gran estrépito.

 Los valientes vecinos que lo salvaron, llevaron al niño a los brazos de su padre. "Vengan, amigos", gritó
Samuel Wesley al recibir a su hijito, "arrodillémonos y demos gracias a Dios! El me ha restituido a mis
ocho hijos; dejen que la casa arda; tengo recursos suficientes." Quince minutos mas urde la casa, los
libros, documentos y mobiliario ya no existían.

Años después, en cierta publicación apareció el retrato de Juan Wesley, y al pie del mismo se veía la
ilustración de una casa ardiendo, y junto a ella la siguiente inscripción: ¿No es éste un tizón arrebatado del
incendio? (Zac_3:2).

En los escritos de Wesley se encuentra la siguiente referencia interesante sobre ese histórico siniestro:
"El 9 de febrero de 1750, durante un culto de vigilia, cerca de las once de la noche, recordé que era
precisamente ése el día y la hora en que, cuarenta años atrás, me habían arrebatado de las llamas.
Aproveché entonces la ocasión para relatar ese hecho de la maravillosa providencia. Las alabanzas y las
acciones de gracias se elevaron a los cielos, y fue muy grande el regocijo demostrado al Señor." Tanto el
pueblo como Juan Wesley ya sabían para entonces por qué el Señor lo había librado del incendio.

El historiador Lecky se refiere al Gran Avivamiento como la influencia que salvó a Inglaterra de una
revolución igual a la que, en la misma época, dejó a Francia en ruinas. De los cuatro personajes que se
destacaron en el Gran Avivamiento, Juan Wesley fue el que más se distinguió. Jonatán Edwards, que
nació en el mismo año que Wesley, falleció treinta y tres años antes que éste; Jorge Whitefield, nacido
once años después que Wesley, falleció veinte años antes que él, y Carlos Wesley tomó parte efectiva en
el movimiento por un período de dieciocho años solamente, mientras que Juan continuó durante medio
siglo.

Pero para que la biografía de este célebre predicador sea completa es necesario incluir la historia de su
madre, Susana. En efecto, es como cierto biógrafo escribió; "No se puede narrar la historia del Gran
Avivamiento que tuvo lugar en Inglatera el siglo pasado (XVIII), sin conceder una gran parte de la honra
merecida a la madre de Juan y Carlos Wesley; no solamente debido a la educación que inculcó
profundamente en sus hijos, sino por la dirección que le dio al avivamiento.


La madre de Susana era hija de un predicador. Dedicada a la obra de Dios, se casó con el eminente
ministro, Samuel Annesley. De los veinticinco hijos de ese enlace, Susana era la vigésima cuarta. Durante
su vida siguió el ejemplo de su madre, empleando una hora de la madrugada y otra hora de la noche para
orar y meditar sobre las Escrituras. Por lo que escribió cierto día, se puede apreciar cómo ella se dedicaba
a la oración: "Alabado sea Dios por todo el día que nos comportamos bien. Pero todavía no estoy
satisfecha, porque no disfruto mucho de Dios. Sé que aún estoy demasiado lejos de £1; anhelo tener mi
alma más íntimamente unida a El mediante la fe y el amor."

Juan fue el decimoquinto de los diecinueve hijos de Samuel y Susana Wesley. Lo que vamos a
transcribir, escrito por la madre de Juan, muestra cómo ella era fiel en "mandar a sus hijos y a su casa
después de si (Gén_18:19).

"Para formar la mente del niño, lo primero que se debe hacer es dominarle la voluntad. La obra de
instruir su intelecto lleva tiempo y debe ser gradual, conforme a la capacidad de la criatura. Pero la
voluntad del niño debe ser subyugada de una vez, y cuanto más pronto, mejor... Después se puede
gobernar al niño haciendo uso del razonamiento y el amor de los padres, hasta que el niño alcance una
edad en que tenga uso de razón."

El célebre comentarista de la Biblia, Adán Clark, escribió lo siguiente acerca de Samuel y Susana
Wesley y sus hijos: "Nunca he leído ni he oído hablar de una familia como ésta, a la cual la raza humana
le deba tanto, ni tampoco conozco ni ha existido otra igual desde los días de Abraham y Sara, y de José y
María de Nazaret."

Susana Wesley creía que "el que detiene el castigo, a su hijo aborrece" (Pro_13:24), y no consentía que
sus hijos llorasen en voz alta . Por eso, a pesar de que su casa estaba llena de niños, nunca había escenas
desagradables ni alborotos en el hogar del pastor. Nunca, ninguno de sus hijos obtuvo nada que quería,
mediante el llanto en la casa de Susana Wesley.

Susana marcaba el quinto cumpleaños de cada hijo como el día en que debían aprender el alfabeto, y
todos, con excepción de dos, cumplieron la tarea en el tiempo señalado. Al siguiente día en que el niño
cumplía los cinco años y aprendía el alfabeto, empezaba su curso de lectura, iniciándolo con el primer
versículo de la Biblia.

Desde muy pequeños, los niños en el hogar de Samuel Wesley y su esposa, aprendieron el valor que
tiene la observación fiel de los cultos. No hay en otras historias hechos tan profundos y conmovedores,
como los que se cuentan acerca de los hijos de Samuel y Susana Wesley, pues antes de que ellos hubiesen
aprendido a arrodillarse o a hablar, se les enseñaba a dar gracias por el alimento mediante gestos
apropiados. Cuando aprendían a hablar, repetían el Padre nuestro por la mañana y por la noche; además se
les enseñaba que añadiesen otras peticiones, según ellos deseaban... Al llegar a una edad apropiada, se les
designaba un día de la semana a cada hijo, a fin de conversar particularmente con cada uno sobre sus
"dudas y problemas".

En la lista aparece el nombre de Juan para los miércoles y el de Carlos para los sábados. Para cada uno
de los niños 'su día' se volvió un día precioso y memorable... Es conmovedor leer lo que Juan Wesley,
veinte años después de haber salido de su casa paterna, dijo a su madre: "En muchas cosas usted, madre
mía, intercedió por mí y ha prevalecido. Quién sabe si ahora también su intercesión para que yo renuncie
enteramente al mundo, dé buen resultado. .. Sin duda será eficaz para corregir mi corazón, como otrora lo
fue para formar mi carácter."

Después del espectacular salvamento de Juan del incendio, su madre, profundamente convencida de que
Dios tenía grandes planes para su hijo, resolvió firmemente educarlo para servir y ser útil en la obra de
Cristo. Susana escribió estas palabras en sus meditaciones particulares: "Señor, me esforzaré más
definidamente por este niño al cual salvaste tan misericordiosamente. Procuraré transmitirle fielmente,
para que se graben en su corazón, los principios de tu religión y virtud. Señor, concédeme la gracia
necesaria para realizar este propósito sincera y sabiamente, y bendice mis esfuerzos coronándolos con el
éxito."

Ella fue tan fiel en cumplir su resolución, que a la edad de ocho años, Juan fue admitido a participar de


la Cena del Señor.

En el hogar de Samuel Wesley nunca se omitía el culto doméstico del programa del día. Fuese cual
fuese la ocupación de los miembros de la familia, o de los criados, todos se reunían para adorar a Dios.
Cuando su marido se ausentaba, Susana, con el corazón encendido por el fuego del cielo dirigía los cultos.
Se cuenta que cierta vez, cuando la ausencia del esposo se prolongó más de lo acostumbrado, de treinta a
cuarenta personas asistían a los cultos celebrados en el hogar de los Wesley, y el hambre de la Palabra de
Dios aumentó tanto, que la casa se llenaba con las personas de la vecindad que asistían a los cultos.

La familia del pastor Samuel Wesley era muy pobre, pero mediante la influencia del Duque de
Buckingham, consiguieron un lugar para Juan en la escuela de Londres. De esa manera el chico, antes de
cumplir once años, se alejó de la fragante atmósfera de oración fervorosa, para enfrentar las porfías de una
escuela pública. Sin embargo, Juan no se contagió en el ambiente pecaminoso que lo rodeaba. Además,
continuó manteniéndose físicamente fuerte, gracias a que obedecía fielmente el consejo de su padre de
que corriese tres veces, de madrugada, alrededor del gran jardín de la escuela. De ahí en adelante fue
norma de su vida cuidar del vigor de su cuerpo. A los 80 años, a pesar de su físico desmejorado,
consideraba como cosa normal andar a pie una legua y media para ir a predicar.

 Sobre la influencia que Juan llegó a ejercer sobre sus colegas de la escuela, se cuenta lo siguiente: Cierto
día el portero, al ver que los niños no estaban en la terraza de recreo, comenzó a buscarlos y los halló en
una de las aulas, congregados alrededor de Juan. Este les estaba contando historias instructivas, que los
atraían más que el recreo.

Refiriéndose a ese tiempo, Juan Wesley escribió: "Yo participaba de varias cosas que sabía que eran
pecado, aun cuando no fuesen escandalosas para el mundo. Con todo, continué leyendo las Escrituras y
orando por la mañana y por la noche. Consideraba los siguientes puntos como las bases de mi salvación:

(1) No me consideraba tan perverso como mis semejantes.
(2) Conservaba la inclinación de ser religioso.
(3) Leía la Biblia, asistía a los cultos y oraba."
Después de estudiar durante seis años en la escuela, Wesley fue a estudiar en Oxford, y llegó a dominar
el latín, griego, hebreo y francés. Pero su interés principal no estaba en cultivar el intelecto. A ese respecto
se expresó así: "Comencé a reconocer que el corazón es la fuente de la religión verdadera... reservé
entonces dos horas cada día para quedarme a solas con Dios. Participaba de la Cena del Señor cada ocho
días. Me guardaba de todo pecado, tanto de palabras como de obras. Así pues, basándome en las obras
buenas que practicaba, me consideraba un buen creyente."

Juan se esforzaba para levantarse diariamente a las cuatro de la mañana. Por medio de las notas que
escribía, dejando constancia de todo lo que hacía durante el día, conseguía controlar su tiempo, a fin de no
desperdiciar un solo momento. Esa buena costumbre la practicó hasta casi el último día de su vida.

Un día, siendo aún joven, asistió a un entierro en compañía de un muchacho, y consiguió llevarlo a
Cristo, ganando así la primera alma para su Salvador. Algunos meses más tarde, a la edad de 24 años, y
después de un período de oración, fue separado para el diaconado.

Cuando estudiaba en Oxford, un pequeño grupo de estudiantes acostumbraba reunirse allí diariamente
para orar y estudiar las Escrituras juntos; además, ayunaban los miércoles y viernes, visitaban a los
enfermos y a los encarcelados, y consolaban a los criminales en la hora de su ejecución. Todas las
mañanas y todas las noches cada uno de ellos pasaba una hora apartado, orando solo. Durante las
oraciones se detenían de vez en cuando para observar si oraban con el debido fervor. Siempre oraban al
entrar y al salir de los cultos de la iglesia. Más tarde, tres de los miembros de ese grupo llegaron a ser
famosos entre los creyentes:

(1) Juan Wesley, que tal vez hizo más que cualquier otra persona para enraizar la vida espiritual,
no sólo de entonces, sino también de nuestro tiempo.
(2) Carlos Wesley, que llegó a ser uno de los más famosos y espirituales escritores de himnos
evangélicos; y
(3) Jorge Whitefield, que llegó a ser un predicador al aire libre que conmovía a las multitudes.

En aquel tiempo se sentía la influencia de Juan Wesley por toda la América, la que aún persiste en
nuestros días, a pesar de que él permaneció menos de dos años en este continente, y eso en un período de
su vida en que se encontraba perturbado a causa de la duda. Aceptó un llamado que le hicieron para que
predicase el evangelio a los habitantes de la colonia de Georgia, con el deseo de ganar su salvación por
medio de buenas obras. Pensó que la vanidad y la ostentación del mundo no se encontrarían en los
bosques de América.

Durante el viaje, en el navío que lo trajo a la América del Norte, observó, como era característico de su
vida, junto con otros de su grupo, un programa de trabajo para no desperdiciar un momento del día. Se
levantaba a las cuatro de la mañana y se acostaba después de las nueve. Las tres primeras horas del día las
dedicaba a la oración y al estudio de las Escrituras. Después de cumplir todo lo que estaba indicado en el
programa del día, era tanto su cansancio, que ni el bramido del mar ni el balanceo del navío conseguían
perturbar su sueño, mientras dormían sobre un cobertor extendido en la cubierta.

En Georgia, la población entera afluía en masa a la iglesia para oírlo predicar. La influencia de sus
sermones fue tal que, después de diez días, una sala de baile quedó casi desierta, mientras la iglesia se
llenaba de personas que oraban y recibían su salvación.

Whitefield, que desembarcó en Georgia algunos meses después que Wesley volvió a Inglaterra, se
expresó así sobre lo que vio: "El éxito de Juan Wesley en América es indescriptible. Su nombre es muy
apreciado por el pueblo, donde echó los cimientos que ni los hombres ni los demonios podrán conmover.
¡Oh, que yo pueda seguirlo como él siguió a Cristo!" Con todo, a Wesley le faltaba un cosa muy
importante, como se ve por los acontecimientos que lo hicieron salir de Georgia, conforme él mismo lo
escribió:

"Hace casi dos años y cuatro meses que dejé mi tierra natal para ir a predicar a Cristo a los indios de
Georgia; pero ¿qué llegué a saber? Vine a saber lo que menos me esperaba: que yo que fui a América para
convertir a otros, nunca me había convertido a Dios."

Después de volver a Inglaterra, Juan Wesley comenzó a servir a Dios con la fe de un hijo y no más con
la fe de un simple siervo. Acerca de este asunto, he aquí lo que él escribió: "No me daba cuenta de que
esta fe nos es dada instantáneamente, que el hombre podía salir de las tinieblas a la luz inmediatamente,
del pecado y de la miseria a la justicia y al gozo del Espíritu Santo. Examiné de nuevo las Escrituras sobre
este punto, especialmente los Hechos de los Apóstoles. Quedé grandemente maravillado al ver casi
solamente conversiones instantáneas; casi ninguna tan demorada como la de Saulo de Tarso." Desde
entonces Wesley comenzó a sentir más hambre y sed de justicia, la justicia de Dios por la fe.

Había fracasado, por así decir, en su primer intento de predicar el evangelio en América, porque a pesar
de su celo y bondad de carácter, el cristianismo que poseía era algo que había recibido por instrucción.
Pero la segunda etapa de su ministerio se destacó por un éxito fenomenal. ¿Por qué? Porque el fuego de
Dios ardía en su alma; había llegado a tener contacto directo con Dios mediante una experiencia personal.

Relatamos aquí, con sus propias palabras, su experiencia en que el Espíritu testificó a su espíritu que era
hijo de Dios — experiencia que transformó completamente su vida:

"Eran casi las cinco de la mañana hoy, cuando abrí el Testamento y encontré estas palabras: "(El) nos ha
dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza
divina" (2Pe_1:4). Antes de salir, abrí el Testamento y leí estas palabras: "No estáis lejos del reino de
Dios"... Anoche me sentí impelido a ir a Aldersgate... Sentí el corazón abrasado; confié en Cristo,
solamente en Cristo, creí para la salvación; me fue dada la certeza de que El llevó mis pecados y de que
me salvó de la ley del pecado y de la muerte. Comencé a orar con todas mis fuerzas... y testifiqué a todos
los presentes de lo que sentía en mi corazón."

Después de esa experiencia en Aldersgate, Wesley aspiraba bendiciones aún mayores del Señor,
conforme él mismo escribió: Suplicaba a Dios que cumpliese todas sus promesas en mi alma. No mucho
tiempo después el Señor honró en parte este anhelo, mientras oraba con Carlos, Whitefield y cerca de
otros sesenta creyentes en Fetter Lañe." Son de Juan Wesley estas palabras también: "Eran cerca de las
tres de la mañana y nosotros continuábamos perseverando en nuestras oraciones (Rom_12:12), cuando


nos sobrevino el poder de Dios de tal manera, que exclamamos impulsados por un gran gozo, y muchos de
los presentes cayeron al suelo. Luego, cuando pasó un poco el temor y la sorpresa que sentimos en
presencia de su majestad, exclamamos en una sola voz: 'Te alabamos, oh Dios, te aceptamos como nuestro
Señor.'"

Esa unción del Espíritu Santo dilató grandemente los horizontes espirituales de Wesley; su ministerio se
volvió excepcionalmente fructífero y él trabajó ininterrumpidamente durante 53 años, con el corazón
abrasado por el amor divino.

Un pastor predica un promedio de cien veces por año, pero el promedio de Juan Wesley fue de 780
veces por año durante 54 años. Ese hombrecito, cuya altura era de apenas un metro y sesenta y seis
centímetros; que pesaba menos de sesenta kilos, se dirigió a grandes multitudes, y bajo las mayores
tribulaciones. Cuando las iglesias le cerraron las puertas, se irguió para predicar al aire libre.

A pesar de enfrentar una apatía espiritual casi general en los creyentes, y una ola de perversión y
crímenes extendida por todo el país, afluían multitudes de 5 a 20 mil personas para escuchar sus sermones.
Era común en esos cultos que los pecadores se sintieran tan angustiados, que llegaban a gritar y a gemir.
Si célebres materialistas, tales como Voltaire y Tomás Paine, gritaron convencidos al encontrarse con
Dios en el lecho de muerte, no es de admirarse que centenares de pecadores gimiesen, gritasen y cayesen
al suelo, como muertos, cuando el Espíritu

Santo les hacía sentir la presencia de Dios. Era así como multitudes de perdidos se convertían en nuevas
criaturas en Cristo Jesús en los cultos de Juan Wesley. Muchas veces los oyentes eran transportados a las
alturas del amor, del gozo y de la admiración, y recibían también visiones de la perfección divina y de las
excelencias de Cristo, a tal extremo de permanecer varias horas como muertos. (Véase Apo_1:17.)

Como todos los que invaden el territorio de Satanás, los hermanos Carlos y Juan Wesley tuvieron que
sufrir terribles persecuciones. En Morfield los enemigos del evangelio acabaron con el culto destruyendo
la mesa en que Juan se subía para predicar, y lo insultaron y maltrataron. En Sheffield la casa fue
demolida sobre la cabeza de los creyentes. En Wednesbury destruyeron las casas, la ropa y los muebles de
los creyentes, dejándolos a la intemperie, expuestos a la nieve y al temporal. Varias veces Juan Wesley
fue apedreado y arrastrado como muerto en la calle. Cierta vez fue abofeteado en la boca y en la cara, y
golpeado en la cabeza, hasta quedar cubierto de sangre.

Pero la persecución de parte de la iglesia en decadencia era su mayor cruz. Fueron denunciados como
"falsos profetas", "charlatanes", "impostores arrogantes", "hombres diestros en la astucia espiritual",
"fanáticos", etc., etc. Al volver a visitar Epworth, que fue donde nació y se crió, Juan asistió el domingo al
culto de la mañana y al de la tarde, en la misma iglesia donde su padre había sido fiel pastor durante
muchos años; pero no le concedieron la oportunidad de hablar al pueblo. A las seis de la tarde, Juan, de
pie sobre el monumento que marcaba el lugar donde habían enterrado a su padre, al lado de la iglesia,
predicó ante el mayor auditorio jamás visto en Epworth — y Dios salvó a muchas almas.

¿Cuál era la causa de una oposición tan grande? Los creyentes de la iglesia durmiente alegaban que se
debía a sus predicaciones sobre la justificación por la fe y la santificación. Los descreídos no lo querían,
porque "hacía que el pueblo se levantase a las cinco de la mañana para cantar himnos".

Juan Wesley no solamente predicaba más que los otros predicadores, sino que los excedía como pastor,
exhortando y consolando a los creyentes, yendo de casa en casa.
En sus viajes andaba tanto a caballo como a pie, así en días asoleados, como en días lluviosos, o bajo
tormentas de nieve, cuando la mayoría de los predicadores viajaban en navíos o en trenes. Durante los 54
años de su ministerio anduvo un promedio de más de 7 mil kilómetros por año, para llegar a los lugares
donde tenía que predicar.

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