martes, 22 de noviembre de 2011

JORGE WHITEFIELD Predicador al aire libre 1714-1770




Más de 100 mil hombres y mujeres rodeaban al predicador hace doscientos años en Cambuslang, Escocia.
Las palabras del sermón, vivificadas por el Espíritu Santo, se oían claramente en todas partes donde se
encontraba ese mar humano. Es difícil hacerse idea del aspecto de la multitud de 10 mil penitentes que
respondieron al llamado para aceptar al Salvador. Estos acontecimientos nos sirven como uno de los
pocos ejemplos del cumplimiento de las palabras de Jesús: "De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las
obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre" (Jua_14:12).

Había "como un fuego ardiente metido en los huesos" de este predicador, que era Jorge Whitefield.
Ardía en él un santo celo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado. Durante un
período de veintiocho días realizó la increíble hazaña de predicar a diez mil personas diariamente. Su voz
se podía oír perfectamente a más de un kilómetro de distancia, a pesar de tener una constitución física
delgada y de adolecer de un problema pulmonar. Todos los edificios resultaban pequeños para contener esos
enormes auditorios, y en los países donde predicó, instalaba su pulpito en los campos, fuera de las
ciudades. Whitefield merece el título de príncipe de los predicadores al aire libre, porque predicó un
promedio de diez veces por semana, durante un período de treinta y cuatro años, la mayoría de las veces
bajo el techo construido por Dios, que es el cielo.

La vida de Jorge Whitefield fue un milagro. Nació en una taberna de bebidas alcohólicas. Antes de
cumplir tres años, su padre falleció. Su madre se casó nuevamente, pero a Jorge se le permitió continuar
sus estudios en la escuela. En la pensión de su madre él hacía la limpieza de los cuartos, lavaba la ropa y
vendía bebidas en el bar. Por extraño que parezca, a pesar de no ser aún salvo, Jorge se interesaba
grandemente en la lectura de las Escrituras, leyendo la Biblia hasta altas horas de la noche y preparando


sermones. En la escuela se lo conocía como orador. Su elocuencia era natural y espontánea, un don
extraordinario de Dios que poseía sin siquiera saberlo.

Se costeó sus propios estudios en Pembroke College, Oxford, sirviendo como mesero en un hotel.
Después de estar algún tiempo en Oxford, se unió al grupo de estudiantes a que pertenecían Juan y Carlos
Wesley. Pasó mucho tiempo, como los demás de ese grupo, ayunando y esforzándose en mortificar la
carne, a fin de alcanzar la salvación, sin comprender que "la verdadera religión es la unión del alma con
Dios y la formación de Cristo en nosotros".

Acerca de su salvación escribió poco antes de su muerte: "Sé el lugar donde... Siempre que voy a
Oxford, me siento impelido a ir primero a ese lugar donde Jesús se me reveló por primexa vez, y me
concedió mi nuevo nacimiento."

 Con la salud quebrantada, quizás por el exceso de estudio, Jorge volvió a su casa para recuperarla.

 Resuelto a no caer en el indiferentismo, estableció una clase bíblica para jóvenes que como él, deseaban
orar y crecer en la gracia de Dios. Diariamente visitaban a los enfermos y a los pobres, y, frecuentemente,
a los presos en las cárceles, para orar con ellos y prestarles cualquier servicio manual que pudiesen.
Jorge tenía en el corazón un plan que consistía en preparar cien sermones y presentarse para ser destinado
al ministerio. Sin embargo, era tanto su celo que cuando apenas había preparado un solo sermón, ya la
iglesia insistía en ordenarlo, teniendo él apenas veintiún años, a pesar de existir un reglamento que
prohibía aceptar a ninguna persona menor de 23 años para tal cargo.

El día anterior a su separación para el ministerio lo pasó en ayuno y oración. Acerca de ese hecho, él
escribió: "En la tarde me retiré a un lugar alto cerca de la ciudad, donde oré con insistencia durante dos
horas pidiendo por mí y también por aquellos que iban a ser separados junto conmigo. El domingo me
levanté de madrugada y oré sobre el asunto de la epístola de San Pablo a Timoteo, especialmente sobre el
precepto: "Ninguno tenga en poco tu juventud." Cuando el presbítero me impuso las manos, si mi vil
corazón no me engaña, ofrecí todo mi espíritu, alma y cuerpo para el servicio del santuario de Dios...
Puedo testificar ante los cielos y la tierra, que me di a mí mismo, cuando el presbítero me impuso las
manos, para ser un mártir por Aquel que fue clavado en la cruz en mi lugar."

Los labios de Whitefield fueron tocados por el fuego divino del Espíritu Santo en ocasión de su
separación para el ministerio. El domingo siguiente, en esa época de frialdad espiritual, predicó por
primera vez. Algunos se quejaron de que quince de los oyentes "enloquecieron" al escuchar el sermón.

Sin embargo, el presbítero al comprender lo que pasaba, respondió que sería muy bueno que los quince
no se olvidasen de su "locura" antes del siguiente domingo.

Whitefield nunca se olvidó ni dejó de aplicar las siguientes palabras del doctor Delaney: "Deseo, todas
las veces que suba al pulpito, considerar esa oportunidad como la última que se me concede para predicar
y la última que la gente va a escuchar." Alguien describió así una de sus predicaciones: "Casi nunca
predicaba sin llorar y sé que sus lágrimas eran sinceras. Lo oí decir: 'Vosotros me censuráis porque lloro.
Pero, ¿cómo puedo contenerme, cuando no lloráis por vosotros mismos, a pesar de que vuestras almas
inmortales están al borde de la destrucción? No sabéis si estáis oyendo el último sermón o no, o jamás
tendréis otra oportunidad de llegar a Cristo.'" A veces lloraba hasta parecer que estaba muerto y a mucho
costo recuperaba las fuerzas. Se dice que los corazones de la mayoría de los oyentes se derretían ante el
calor intenso de su espíritu, como la plata se derrite en el horno del refinador.

Cuando era estudiante del colegio de Oxford, su corazón ardía de celo, y pequeños grupos de alumnos
se reunían en su cuarto diariamente; se sentían impelidos como los discípulos se sintieron después del
derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. El Espíritu continuó obrando poderosamente en él
y por él durante el resto de su vida, porque nunca abandonó la costumbre de buscar la presencia de Dios.
Dividía el día en tres partes: ocho horas solo con Dios y dedicado al estudio, ocho horas para dormir y
tomar sus alimentos, y ocho horas tiara el trabaja entre la gente. De rodillas leía las Escrituras y oraba
sobre esa lectura, y así recibía luz, vida y poder. Leemos que en una de sus visitas a los Estados Unidos,
"pasó la mayor parte del viaje a bordo solo, orando". Alguien escribió sobre él: "Su corazón se llenó tanto
de los cielos, que anhelaba tener un lugar donde pudiese agradecer a Dios; y completamente solo, durante


horas, lloraba conmovido por el amor de su Señor que lo consumía." Las experiencias que tenía en su
ministerio confirmaban su fe en la doctrina del Espíritu Santo, como el Consolador todavía vivo, el Poder
de Dios que obra actualmente entre nosotros.

Jorge Whitefield predicaba en forma tan vivida que parecía casi sobrenatural. Se cuenta que cierta vez
predicando a algunos marineros, describió un navio perdido en un huracán. Toda la escena fue presentada
con tanta realidad, que cuando llegó al punto de describir cómo el barco se estaba hundiendo, algunos de
los marineros saltaron de sus asientos gritando: "¡A los botes! ¡A los botes!" En otro sermón habló de un
ciego que iba andando en dirección de un precipicio desconocido. La escena fue tan natural que, cuando el
predicador llegó al punto de describir la llegada del ciego a la orilla del profundo abismo, el Camarero
Mayor, Chesterfield, que asistía al sermón, dio un salto gritando: "¡Dios mío! ¡Se mató!"

Sin embargo, el secreto de la gran cosecha de almas salvas no era su maravillosa voz, ni su gran
elocuencia. Tampoco se debía a que la gente tuviese el corazón abierto para recibir el evangelio, porque
ése era un tiempo de gran decadencia espiritual entre los creyentes.

Tampoco fue porque le faltase oposición. Repetidas veces Whitefield predicó en los campos porque las
iglesias le habían cerrado las puertas. A veces ni ios hoteles querían aceptarlo como huésped. En
Basingstoke fue agredido a palos. En Staffordshire le tiraron terrones de tierra. En Moorfield destruyeron
la mesa que le servía de pulpito y le arrojaron la basura de la feria. En Evesham las autoridades, antes de
su sermón, lo amenazaron con prenderlo si predicaba. En Exeter, mientras predicaba ante un auditorio de
diez mil personas, fue apredreado de tal modo que llegó a pensar que le había llegado su hora, como al
ensangrentado Esteban, de ser llamado inmediatamente a la presencia del Maestro. En otro lugar lo
apedrearon nuevamente hasta dejarlo cubierto de sangre. Verdaderamente llevó en el cuerpo, hasta la
muerte, las marcas de Jesús.

El secreto de obtener tales resultados con su predicación era su gran amor para con Dios. Cuando
todavía era muy joven, se pasaba las noches enteras leyendo la Biblia, que tanto amaba. Después de
convertirse, tuvo la primera de sus experiencias de sentirse arrebatado, quedando su alma enteramente al
descubierto, llena, purificada, iluminada por la gloria y llevada a sacrificarse enteramente a su Salvador.
Desde entonces nunca más fue indiferente al servicio de Dios, sino que, por el contrario, se regocijaba
trabajando con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su entendimiento. Solamente le interesaban
los cultos y le escribió a su madre que nunca más volvería a su antiguo empleo. Consagró su vida
totalmente a Cristo. Y la manifestación exterior de aquella vida nunca excedía su realidad interior; así
pues, nunca mostró cansancio, ni disminuyó la marcha urante el resto de su vida.

A pesar de todo, él escribió: "Mi alma estaba seca como el desierto. Me sentía como si estuviese
encerrado dentro de una armadura de hierro. No podía arrodillarme sin prorrumpir en grandes sollozos y
oraba hasta quedar empapado en sudor... Sólo Dios sabe cuántas noches quedé postrado en la cama,
gimiendo por lo que sentía y, ordenando en el nombre de Jesús, que Satanás se apartase de mí. Otras veces
pasé días y semanas enteras postrado en tierra suplicando a Dios que me liberase de los pensamientos
diabólicos que me distraían. El interés propio, la rebeldía, el orgullo y la envidia me atormentaban, uno
después de otro, hasta que resolví vencerlos o morir. Luchaba en oración para que Dios me concediese la
victoria sobre ellos."
Jorge Whitefield se consideraba un peregrino errante en el mundo, en busca de almas. Nació, se crió,
estudió y obtuvo su diploma en Inglaterra. Atravesó el Adámico trece veces. Visitó Escocia catorce veces.
Fue a Gales varias veces. Estuvo una vez en Holanda. Pasó cuatro meses en Portugal. En las Bermudas
ganó muchas almas para Cristo, así como en todos los lugares donde trabajó.

Acerca de lo que experimentó en uno de esos viajes a la Colonia de Georgia, Whitefield escribió:
"Recibí de lo alto manifestaciones extraordinarias. Al amanecer, al mediodía, al anochecer y a
medianoche — de hecho el día entero — el amado Jesús me visitaba para renovar mi corazón. Si ciertos
árboles próximos a Stonehouse pudiesen hablar, contarían la dulce comunión que yo y algunas almas
amadas gozamos allí con Dios, siempre bendito. A veces, estando de paseo, mi alma hacía tales
incursiones por las regiones celestes, que parecía estar lista para abandonar mi cuerpo. Otras veces me


sentía tan vencido por la grandeza de la majestad infinita de Dios, que me postraba en tierra y le entregaba
mi alma, como un papel en blanco, para que El escribiese en ella lo que desease. Nunca me olvidaré de
una cierta noche de tormenta. Los relámpagos no cesaban de alumbrar el cielo. Yo había predicado a
muchas personas, y algunas de ellas estaban temerosas de volver a casa. Me sentí guiado a acompañarlas y
aprovechar la ocasión para animarlas a prepararse para la venida del Hijo del hombre. ¡Qué inmenso gozo
sentí en mi alma! ¡Cuando volvía, mientras algunos se levantaban de sus camas asustados por los
relámpagos que iluminaban los pisos y brillaban de uno al otro lado del cielo, otro hermano y yo nos
quedamos en el campo adorando, orando, ensalzando a nuestro Dios y deseando la revelación de Jesús
desde los cielos, ¡en una llama de fuego!"

¿Cómo se puede esperar otra cosa sino que las multitudes, a las que Whitefíeld predicaba, se vieran
inducidas a buscar la misma Presencia? En su biografía hay un gran número de ejemplos como los
siguientes: "¡Oh, cuántas lágrimas se derramaron en medio de fuertes clamores por el amor del querido
Señor Jesús! Algunos desfallecían y cuando recobraban las fuerzas, al escucharme volvían a desfallecer.
Otros gritaban como quien siente el ansia de la muerte. Y después de acabar el último discurso, yo mismo
me sentí tan vencido por el amor de Dios, que casi me quedé sin vida. Sin embargo, por fin reviví y
después de tomar algún alimento, me sentí lo suficientemente fuerte como para viajar cerca de treinta
kilómetros, hasta Nottingham. En el camino alegré mi alma cantando himnos. Llegamos casi a
medianoche; después de entregarnos a Dios en oración, nos acostamos y descansamos bajo la protección
del querido Señor Jesús. ¡Oh Señor, jamás existió un amor como el tuyo!"

Luego Whitefíeld continuó sin descanso: "Al día siguiente en Fog's Manor la concurrencia a los cultos
fue tan grande como en Nottingham. La gente quedó tan quebrantada, que por todos los lados vi personas
con el rostro bañado en lágrimas. La Palabra era más cortante que una espada de dos filos, y los gritos y
gemidos tocaban al corazón más endurecido. Algunos tenían semblantes tan pálidos como la palidez de la
muerte; otros se retorcían las manos, llenos de angustia; otros más cayeron de rodillas al suelo, mientras
que otros tenían que ser sostenidos por sus amigos para no caer. La mayor parte del público levantaba los
ojos a los cielos, clamando y pidiendo misericordia de Dios. Yo, mientras los contemplaba, solamente
podía pensar en una cosa, que ése había sido el gran día. Parecían personas despertadas por la última
trompeta, saliendo de sus tumbas para comparecer al Juicio Final.

"El poder de la Presencia divina nos acompañó hasta Baskinridge, donde los arrepentidos lloraban y los
salvos oraban, lado a lado. El indiferentismo de muchos se transformó en asombro y el asombro se
transformó después en gozo. Alcanzó a todas las clases, edades y caracteres. La embriaguez fue
abandonada por aquellos que habían estado dominados por ese vicio. Los que habían practicado cualquier
acto de injusticia, sintieron remordimientos. Los que habían robado se vieron constreñidos a hacer
restitución. Los vengativos pidieron perdón. Los pastores quedaron ligados a su pueblo mediante un
vínculo más fuerte de compasión. Se inició el culto doméstico en los hogares. Como resultado, los
hombres se interesaron en estudiar la Palabra de Dios y a tener comunión con su Padre celestial."

Pero no fue solamente en los países populosos que la gente afluyó para oírlo. En los Estados Unidos,
cuando todavía era un país nuevo, se congregaron grandes multitudes de personas que vivían lejos unos de
otros en las florestas. En su diario, el famoso Benjamín Franklin dejó constancia de esas reuniones de la
siguiente manera: "El jueves el reverendo Whitefíeld partió de nuestra ciudad, acompañado de ciento
cincuenta personas a caballo, con destino a Chester, donde predicó ante una audiencia de siete mil
personas, más o menos. El viernes predicó dos veces en Willings Town a casi cinco mil personas. El
sábado en Newcastle predicó a cerca de dos mil quinientas personas y, en la tarde del mismo día, en
Cristiana Bridge, predicó a casi tres mil. El domingo en White Clay Creek predicó dos veces, descansando
media hora entre los dos sermones dirigidos a ocho mil personas, de las cuales cerca de tres mil habían
venido a caballo. La mayor parte del tiempo llovió; sin embargo, todos los oyentes permanecieron de pie,
al aire libre."

Cómo Dios extendió su mano para obrar prodigios por medio de su siervo, se puede ver claramente en
lo siguiente: De pie sobre un estrado ante la multitud, después de algunos momentos de oración en


silencio, Whitefield anunció de manera solemne el texto: "Está establecido para los hombres que mueran
una sola vez, y después de esto el juicio." Después de un corto silencio, se oyó un grito de horror
proveniente de algún lugar entre la multitud. Uno de los predicadores allí presentes fue hasta el lugar de la
ocurrencia para saber lo que había dado origen a ese grito. Cuando volvió, dijo: "Hermano Whitefield,
estamos entre los muertos y los que están muriendo. Un alma inmortal fue llamada a la eternidad. El ángel
de la destrucción está pasando sobre el auditorio. Clama en voz alta y no ceses." Entonces se anunció al
público que una de las personas de la multitud había muerto. No obstante, Whitefield leyó por segunda
vez el mismo texto: "Está establecido para los hombres que mueran una sola vez." Del lado donde la
señora de Huntington estaba de pie, vino otro grito agudo. Nuevamente, un estremecimiento de horror
pasó por toda la multitud cuando anunciaron que otra persona había muerto. Pero Whitefield, en vez de
llenarse de pánico como los demás, suplicó la gracia del Ayudador invisible y comenzó, con elocuencia
tremenda, a prevenir del peligro a los impenitentes. Sin embargo, debemos aclarar que él no siempre era
vehemente o solemne. Nunca otro orador experimentó tantas formas de predicar como él.

A pesar de su gran obra, no se puede acusar a Whitefield de buscar fama o riquezas terrenales. Sentía
hambre y sed de la sencillez y sinceridad divinas. Dominaba todos sus intereses y los transformaba para la
gloria del reino de su Señor. No congregó a su alrededor a sus convertidos para formar otra denominación,
como algunos esperaban. No solamente entregaba todo su ser, sino que quería "más lenguas, más cuerpos
y más almas para dedicarlos al servicio del Señor Jesús".

La mayor parte de sus viajes a la América del Norte los hizo a favor del orfanatorio que fundó en la
colonia de Georgia. Vivía en la pobreza y se esforzaba para conseguir lo necesario para el orfanatorio.
Amaba a los huérfanos con ternura y les escribía cartas, dirigiéndose a cada uno de ellos por su nombre.
Para muchos de esos niños él era el único padre y el único medio de su sustento. Una gran parte de su obra
evangelizadora la realizó entre los huérfanos, y casi todos ellos permanecieron siempre creyentes fieles y
unos cuantos de ellos llegaron a ser ministros del Evangelio.

Whitefield no era de físico robusto; desde su juventud sufrió casi constantemente, anhelando muchas
veces partir para estar con Cristo. A la mayoría de los predicadores les es imposible predicar cuando se
encuentran enfermos como él.

 Fue así como, a los 65 años de edad, durante su séptimo viaje a la América del Norte, finalizó su carrera
en la tierra, una vida escondida con Cristo en Dios y derramada en un sacrificio de amor por los hombres.
El día antes de fallecer tuvo que esforzarse para poder permanecer en pie. Sin embargo al levantarse, en
Exeter, ante un auditorio demasiado grande para caber dentro de ningún edificio, el poder de Dios vino
sobre él y predicó como de costumbre, durante dos horas. Uno de los que asistieron dijo que "su rostro
brillaba como el sol". El fuego que se encendió en su corazón en el día de oración y ayuno de su
separación para el ministerio, ardió hasta dentro de sus huesos y nunca se apagó (Jer_20:9).

Cierta vez un hombre eminente le dijo a Whitefield: "No espero que Dios llame pronto al hermano para
la morada eterna, pero cuando eso suceda, me regocijaré al oír su testimonio." El predicador le respondió:
"Entonces, usted va a sufrir una desilusión, puesto que voy a morir callado. La voluntad de Dios es darme
tantas oportunidades para dar testimonio de El durante mi vida, que no me serán dadas otras a la hora de
mi muerte." Y su muerte fue tal como él la predijo.
Después del sermón que predicó en Exeter, fue a Newburyport para pasar la noche en la casa del pastor.
Al subir al dormitorio se dio vuelta en la escalera y con la vela en la mano pronunció un breve mensaje a
sus amigos que allí estaban e insistían en que predicase.

A las dos de la mañana se despertó. Le faltaba la respiración y le dijo a su compañero sus últimas
palabras que pronunció en la tierra: "Me estoy muriendo."
En su entierro, las campanas de las iglesias de Newburyport doblaron y las banderas quedaron a media
asta. Ministros de todas partes asistieron a sus funerales; millares de personas no consiguieron acercarse a
la puerta de la iglesia debido a la inmensa multitud. Cumpliendo su petición, fue enterrado bajo el pulpito
de la iglesia.


Si queremos recoger los mismos frutos de ver salvos a millares de nuestros semejantes, como lo vio
Whitefield, debemos seguir su ejemplo de oración y dedicación.
¿Piensa alguien que es ésta una tarea demasiado grande? ¿Qué diría Jorge Whitefield, que se encuentra
ahora junto a los que él llevó a Cristo, si le hiciésemos esta pregunta?

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