martes, 29 de noviembre de 2011

DAVID BRAINERD Heraldo enviado a los pieles rojas 1718-1747



Cierto joven de cuerpo enjuto, pero con un alma en que ardía el fuego del amor encendido por Dios, se
encontró un día en una floresta que él no conocía. Era tarde y el sol ya declinaba hasta casi desaparecer en
el horizonte, cuando el viajero, cansado por el largo viaje, divisó las espirales de humo de las hogueras de
los indios "pieles rojas". Después de apearse de su caballo y amarrarlo a un árbol, se acostó en el suelo
para pasar la noche, orando fervorosamente.

Sin que él se diera cuenta, algunos pieles rojas lo siguieron silenciosamente, como serpientes, durante la
tarde. Ahora estaban parados detrás de los troncos de los árboles para desde allí contemplar la escena
misteriosa de una figura de "rostro pálido", que solo, postrado en el suelo, clamaba a Dios.

Los guerreros de la villa resolvieron matarlo sin demora, pues decían que los blancos les daban "agua
ardiente" a los "pieles rojas" para embriagarlos y luego robarles las cestas, las pieles de animales, y por
último adueñarse de sus tierras. Pero después que rodearon furtivamente al misionero, que postrado en el
suelo oraba, y oyeron cómo clamaba al "Gran Espíritu", insistiendo en que les salvase el alma, ellos se
fueron, tan secretamente como habían venido.

Al día siguiente el joven, que no sabía lo que había sucedido a su alrededor la tarde anterior mientras
oraba entre los árboles, fue recibido en la villa en una forma que él no esperaba. En el espacio abierto
entre los wigwams (barracas de pieles), los indios rodearon al joven, quien con el amor de Dios ardiéndole
en el alma, leyó el capítulo 53 de Isaías. Mientras predicaba, Dios respondió a su oración de la noche
anterior y los pieles rojas escucharon el sermón con lágrimas en los ojos.

Ese joven "rostro pálido" se llamaba David Brainerd. Nació el 20 de abril de 1718. Su padre falleció
cuando David tenía 9 años de edad, y su madre, que era hija de un predicador, falleció cuando él tenía 14
años.

Acerca de su lucha con Dios en el período de su conversión, a la edad de veinte años, él escribió:
"Dediqué un día para ayunar y orar, y me pasé el día clamando a Dios casi incesantemente, pidiéndole
misericordia y que me abriese los ojos para ver la enormidad del pecado y el camino para la vida en
Jesucristo... No obstante, continué confiando en las buenas obras... Entonces, una noche andando por el
campo, me fue dada una visión de la enormidad de mi pecado, pareciéndome que la tierra se fuese a abrir
bajo mis pies para sepultarme y que mi alma iría al infierno antes de llegar a casa... Cierto día, estando yo
lejos del colegio, en el campo, orando completamente solo, sentí tanto gozo y dulzura en Dios, que, si yo
debiese quedar en este mundo vil, quería permanecer contemplando la gloria de Dios. Sentí en mi alma un
profundo amor ardiente hacia todos mis semejantes y anhelaba que ellos pudiesen gozar lo mismo que yo
gozaba.

"Poco después, en el mes de agosto, me sentí tan débil y enfermo como resultado de un exceso de
estudio, que el director del colegio me aconsejó que volviese a mi casa. Estaba tan flaco que hasta tuve
algunas hemorragias. Me sentí muy cerca de la muerte, pero Dios renovó en mí el reconocimiento y el
gusto por las cosas divinas. Anhelaba tanto la presencia de Dios, así como liberarme del pecado, que al
mejorar, prefería morir a tener que volver al colegio y alejarme de Dios... ¡Oh, una hora con Dios excede
infinitamente a todos los placeres del mundo!"

En efecto, después de volver al colegio, el espíritu de Brainerd se enfrió, pero el Gran Avivamiento de


esa época alcanzó la ciudad de New Haven, el colegio de Yale y el corazón de David Brainerd. El tenía la
costumbre de escribir diariamente una relación de los acontecimientos más importantes de su vida
ocurridos durante el día. Y es por esos diarios que escribió únicamente para leerlos él y no para
publicarlos, que hemos llegado a enterarnos de su vida íntima, de profunda comunión con Dios. Los pocos
párrafos que ofrecemos a continuación son sólo muestras de lo que él escribió en muchas páginas de su
diario, y exponen algo de su lucha con Dios en la época que se preparaba para el ministerio:

"Repentinamente sentí horror de mi propia miseria. Entonces clamé a Dios, pidiéndole que me
purificase de mi extrema inmundicia. Después, la oración adquirió un valor precioso para mí. Me ofrecí
con gozo para pasar los mayores sufrimientos por la causa de Cristo, aun cuando fuese el ser desterrado
entre los paganos, siendo así que pudiese ganar sus almas. Entonces Dios me concedió el espíritu de
luchar en oración por el reino de Cristo en el mundo.

"Muy temprano en la mañana me retiré para la floresta y se me concedió fervor para rogar por el
progreso del reino de Cristo en el mundo. Al mediodía aún combatía, en oración a Dios, y sentía el poder
del amor divino en la intercesión."

***

"Pasé el día en ayuno y oración, implorando que Dios me preparase para el ministerio y me concediese
el auxilio divino y su guía, y me enviase a la mies el día que El designase. A la mañana siguiente sentí
poder para interceder por las almas inmortales y por el progreso del reino del querido Señor y Salvador en
el mundo... Esa misma tarde Dios estaba conmigo de verdad. ¡Qué bendita es su compañía! El me
permitió agonizar en oración hasta quedar con la ropa empapada de sudor, a pesar de encontrarme a la
sombra y de que soplaba una brisa fresca. Sentía mi alma extenuada grandemente por la condición del
mundo: me esforzaba por ganar multitudes de almas. Me sentía más afligido por los pecadores que por los
hijos de Dios. Sin embargo, anhelaba dedicar mi vida clamando por ambos."

***

"Pasé dos horas agonizando por las almas inmortales. A pesar de ser muy temprano todavía, mi cuerpo
estaba bañado en sudor... Si tuviese mil vidas, con toda mi alma las habría dado todas por el gozo de estar
con Cristo..."

***

"Dediqué todo el día para ayunar y orar, implorando a Dios que me guiase y me diese su bendición para
la gran obra que tengo delante, la de predicar el evangelio. Al anochecer, el Señor me visitó
maravillosamente durante la oración; sentí mi alma angustiada como nunca... Sentí tanta agonía que
sudaba copiosamente. Oh, cómo Jesús sudó sangre por las pobres almas! Yo anhelaba sentir más y más
compasión por ellas."

***

"Llegué a saber que las autoridades esperan la oportunidad de prenderme y encarcelarme por haber
predicado en New Haven. Esto me contrarió y abandoné toda esperanza de trabar amistad con el mundo.
Me retiré para un lugar oculto en la floresta y presenté el caso al Señor."

***

 Después de completar sus estudios para el ministerio, él escribió:

"Prediqué el sermón de despedida ayer por la noche. Hoy por la mañana oré en casi todos los lugares
por donde anduve, y después de despedirme de mis amigos, inicié el viaje hacia donde viven los indios."

Estas notas del diario de Brainerd revelan, en parte, su lucha con Dios mientras se preparaba para el
ministerio. Uno de los mayores predicadores de aquellos días, refiriéndose a ese diario, declaró: "Fue
Brainerd quien me enseñó a ayunar y a orar. Llegué a saber que se consigue más mediante el contacto
cotidiano con Dios que por medio de las predicaciones."

Al iniciar la historia de la vida de Brainerd, ya elatamos cómo Dios le concedió entrada entre los feroces
pieles rojas, en respuesta a una noche de oración postrado en tierra en medio de la floresta.

 Pero a pesar de que los indios le dieron amplia hospitalidad, concediéndole un sitio para dormir sobre un
poco de paja, y escucharon el sermón conmovidos, Brainerd no se sintió satisfecho y continuó luchando


en oración, como lo revela su diario: "Sigo sintiéndome angustiado. Esta tarde le prediqué a la gente, pero
me sentí más desilusionado que antes acerca de mi trabajo; temo que no va a ser posible ganar almas entre
estos indios. Me retiré y con toda mi alma pedí misericordia, pero sin sentir ningún alivio."

"Hoy cumplí veinticinco años de edad. Me dolía el alma al pensar que he vivido tan poco para la gloria
de Dios. Pasé el día solo en la floresta derramando mis quejas delante del Señor.

"Cerca de las nueve salí para orar en el bosque. Después del mediodía percibí que los indios estaban
preparándose para una fiesta y una danza... Durante la oración sentí el poder de Dios y mi alma extenuada
como nunca antes lo había sentido. Sentí tanta agonía e insistí con tanta vehemencia que al levantarme
sólo pude andar con dificultad. El sudor me corría por el rostro y por el cuerpo. Me di cuenta de que los
pobres indios se reunían para adorar demonios y no a Dios; ése fue el motivo por el cual clamé a Dios que
se apresurase a frustrar la reunión idólatra. Así pasé la tarde, orando incesantemente, implorando el
auxilio divino para no confiar en mí mismo. Lo que experimenté mientras oraba fue maravilloso. Me
parecía que no había nada de importancia en mí a no ser santidad de corazón y vida, y el anhelo por la
conversión de los paganos a Dios. Todas mis preocupaciones se desvanecieron, mis recelos y mis anhelos
todos juntos me parecían menos importantes que el soplo del viento. Anhelaba que Dios adquiriese para sí
un nombre entre los paganos y le hice mi apelación con la mayor osadía, insistiendo que El reconociese
que 'ésa sería mi mayor alegría'. En efecto, a mí no me importaba dónde o cómo vivía, ni las fatigas que
tenía que soportar, con tal que pudiese ganar almas para Cristo. En esa forma continué implorando toda la
tarde y toda la noche."

Así revestido, Brainerd regresó del bosque por la mañana para enfrentar a los indios, seguro de que Dios
estaba con él, como estuviera con Elías en el monte Carmelo. Al insistir con los indios para que
abandonasen la danza, éstos en vez de matarlo, desistieron de la orgía y escucharon su sermón por la
mañana y por la tarde.

Después de sufrir como pocos sufren, después de esforzarse de noche y de día, después de pasar
innumerables horas en ayuno y oración, después de predicar la Palabra "a tiempo y fuera de tiempo", por
fin, se abrieron los cielos y cayó el fuego. Las siguientes transcripciones de su diario describen algunas de
esas experiencias gloriosas:

"Pasé la mayor parte del día orando, pidiendo que el Espíritu Santo fuese derramado sobre mi pueblo. ..
Oré y alabé al Señor con gran osadía, sintiendo en mi alma enorme carga por la salvación de esas
preciosas almas."

***

 Diserté a la multitud extemporáneamente sobre Isa_53:10. 'Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo.'
Muchos de los oyentes entre la multitud de tres a cuatro mil personas quedaron conmovidos, al punto que
se escuchó 'un gran llanto, como el llanto de Hadadrimón'."

***

"Mientras yo iba a caballo, antes de llegar al lugar donde debía predicar, sentí que mi espíritu era
restaurado y mi alma revestida de poder para clamar a Dios, casi sin cesar, por muchos kilómetros
seguidos.

"En la mañana les prediqué a los indios de donde nos hospedamos. Muchos se sintieron conmovidos y,
al hablarles acerca de la salvación de su alma, las lágrimas les corrían abundantemente y comenzaron a
sollozar y a gemir. Por la tarde volví al lugar donde acostumbraba predicarles; me escucharon con la
mayor atención casi hasta el fin. La mayoría no pudo contenerse de derramar lágrimas ni de clamar
amargamente. Cuanto más les hablaba yo del amor y la compasión de Dios, que llegó a enviar a su propio
Hijo para que sufriera por los pecados de los hombres, tanto más aumentaba la angustia de los oyentes.
Fue para mí una sorpresa notar cómo sus corazones parecían traspasados por el tierno y conmovedor
llamado del evangelio, antes de que yo profiriese una única palabra de terror.

"Prediqué a los indios sobre Isa_53:3-10. Un gran poder acompañaba a la Palabra y hubo una marcada
convicción entre el auditorio; sin embargo, ésta no fue tan generalizada como el día anterior. De todas
maneras, la mayoría de los oyentes se sintieron muy conmovidos y profundamente angustiados; algunos


no podían caminar, ni estar de pie, y caían al suelo como si tuviesen el corazón traspasado y clamaban sin
cesar pidiendo misericordia... Los que habían venido de lugares distantes, luego quedaron convencidos
por el Espíritu de Dios."

***

"En la tarde prediqué sobre Luc_15:16-23. Había mucha convicción visible entre los oyentes mientras
yo predicaba; pero después, al hablarles en forma particular a algunos que se mostraban conmovidos, el
poder de Dios descendió sobre el auditorio 'como un viento recio que soplaba' y barrió todo de una manera
espectacular.

"Me quedé en pie, admirado de la influencia de Dios que se apoderó casi totalmente del auditorio.
Parecía, más que cualquier otra cosa, la fuerza irresistible de una gran corriente de agua, o un diluvio
creciente, que derrumbaba y barría todo lo que encontraba a su paso.

"Casi todos los presentes oraban y clamaban pidiendo misericordia, y muchos no podían permanecer en
pie. La convicción que cada uno sentía era tan grande que parecían ignorar por completo a las personas
que estaban a su alrededor, y cada uno continuaba orando y rogando por sí mismo.

"Entonces recordé a Zacarías 12:10-12, porque había un gran llanto como el llanto de 'Hadad-rimón',
pues parecía que cada uno lloraba 'aparte'.

"Fue un día muy semejante al día en que Dios mostró su poder a Josué (Jos_10:14) porque fue un día
diferente a cualquier otro que yo hubiese presenciado jamás, un día en que Dios hizo mucho para destruir
el reino de las tinieblas entre ese pueblo."

Es difícil reconocer la magnitud de la obra de David Brainerd entre las diversas tribus de indios, en
medio de las florestas; él no entendía el idioma de ellos. Para transmitirles directamente al corazón el
mensaje de Dios, tenía que encontrar a alguien que le sirviese de intérprete. Pasaba días enteros
simplemente orando para que viniese sobre él el poder del Espíritu Santo con tanto vigor que esa gente no
pudiese resistir el mensaje. Cierta vez tuvo que predicar valiéndose de un intérprete que estaba tan
embriagado que casi no podía mantenerse en pie; sin embargo, decenas de almas se convirtieron por ese
sermón.

A veces andaba de noche perdido en el monte, bajo la lluvia y atravesando montañas y pantanos. De
cuerpo endeble, se cansaba en sus viajes. Tenía que soportar el calor del verano y el intenso frío del
invierno. Pasaba días seguidos sufriendo hambre. Ya comenzaba a sentir quebrantada su salud. En ese
tiempo estuvo a punto de casarse (su novia fue Jerusha Edwards, hija de Jonatán Edwards) y establecer un
hogar entre los indios convertidos, o regresar y aceptar el pastorado de una de las iglesias que lo invitaba.
Pero él se daba cuenta de que no podía vivir, por causa de su enfermedad, más de uno o dos años, y
entonces resolvió "arder hasta el fin".

 Así, después de ganar la victoria en oración, clamó: "Heme aquí, Señor, envíame a mí hasta los confines
de la tierra; envíame a los pieles rojas del monte; aléjame de todo lo que se llama comodidad en la tierra;
envíame aunque me cueste la vida, si es para tu servicio y para promover tu reino..."

Luego añadió: "Adiós amigos y comodidades terrenales, aun los más anhelados de todos, si el Señor así
lo quiere. Pasaré hasta los últimos momentos de mi vida en cavernas y cuevas de la tierra, si eso sirve para
el progreso del Reino de Cristo."

 Fue en esa ocasión que escribió: "Continuaré luchando con Dios en oración a favor del rebaño de aquí, y
especialmente por los indios de otros lugares hasta la hora de acostarme. ¡Cómo me dolió tener que gastar
el tiempo durmiendo! Anhelaba ser una llama de fuego que estuviese ardiendo constantemente en el
servicio divino y edificando el reino de Dios, hasta el último momento, el momento de morir."

Por fin, después de cinco años de viajes arduos por parajes solitarios, de innumerables aflicciones y de
sufrir dolores incesantes en el cuerpo, David Brainerd, tuberculoso, y con las fuerzas físicas casi
enteramente agotadas, consiguió llegar a la casa de Jonatán Edwards.

El peregrino ya había completado su carrera terrestre y esperaba solamente el carro de Dios que lo
transportaría a la gloria, Cuando estaba en su lecho de dolor, vio entrar a alguien con la Biblia en la mano
y exclamó: "¡Oh, el Libro amado! ¡Muy pronto voy a verlo abierto! ¡Entonces sus misterios me serán


revelados!

A medida que iban disminuyendo sus fuerzas físicas y su percepción espiritual iba en aumento, hablaba
con más y más dificultad: "Fui hecho para la eternidad." "Cómo anhelo estar con Dios y postrarme ante
El." "¡Oh, que el Redentor pueda ver el fruto de la aflicción de su alma y quedar satisfecho!" "¡Oh, ven
Señor Jesús! ¡Ven pronto! ¡Amén!" — y durmió en el Señor.

Después de ese acontecimiento la novia de Brainerd, Jerusha Edwards, comenzó a marchitarse como
una flor, y cuatro meses después fue a morar también en la ciudad celeste. A un lado de su tumba está la
tumba de David Brainerd y del otro lado, la de su padre, Jonatán Edwards.
Para David Brainerd el deseo más grande de su vida era el de arder como una llama, por Dios, hasta el
último momento, como él mismo lo decía: "Anhelo ser una llama de fuego, constantemente ardiendo en el
servicio divino, hasta el último momento, el momento de fallecer."

Brainerd acabó su carrera terrestre a los veintinueve años. Sin embargo, a pesar de su debilidad física
tan grande, hizo mucho más que la mayoría de los hombres hace en setenta años.

Su biografía, escrita por Jonatán Edwards y revisada por Juan Wesley, tuvo más influencia sobre la vida
de A. J. Gordon que ningún otro libro, excepto la Biblia. Guillermo Carey leyó la historia de su obra y
consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de la India. Roberto McCheyne leyó su diario y pasó
su vida entre los judíos. Enrique Martyn leyó su biografía y se entregó por completo para consumirse en
un período de seis años y medio en el servicio de su Maestro en Persia.

Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel Brainerd, es para nosotros un desafío a la obra
misionera: "Digo, ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el mundo, habría yo vivido mi
vida de otra manera."

lunes, 28 de noviembre de 2011

MENSAJE DE NAVIDAD....

Para estas fechas, comienza a hablarse del "espiritu navideño". Hablamos de amor, de perdón y nuestro corazones se ponen más sensibles.
Dependiendo de las costumbres y los lugares, preparamos sabrosas cenas, gastamos enormes cantidades de dinero para demostrar nuestro amor por los seres que más amamos.
Los del norte ruegan por un poco de calor mientras que los del sur añoramos la "navidad blanca".
Visitamos a los amados y a los que hace mucho no vemos.
Enviamos cartas, correos electrónicos y saludos deseando felicidades.
Contamos a nuestros niños sobre "Papa Noel", "Santa Claus" o como se le denomine.
Buscamos el mejor árbol para adornar nuestra sala.
Ponemos un moño rojo en la puerta aunque no sepamos su significado.
Compramos cohetes y bengalas para que disfruten nuestro hijos.
Para terminar, armamos un pesebre que colocamos bajo el arbol porque es tradición.

Pero, ¿haz notado algo?
El verdadero actor de la navidad no está presente.
La navidad es la conmemoración del nacimiento de Jesús. Obviamente no nació un 24 de Diciembre. Mucho menos a las doce de la noche. Y tampoco fue hace 2001 años.
Meses más, días menos, lo importante es que Jesus nació.
El vive hoy entre nosotros y espera habitar dentro del corazón de cada uno de los humanos.
Nació para salvarnos del pecado que reina en nosotros.
Invítalo a tu mesa este año. Celebra el que haya nacido.
El es el centro de la celebración, más que un árbol o un hombre de rojo que reparte regalos.
El regalo ya nos lo hizo Jesús al nacer siendo Dios y morir en la cruz por nuestros pecados.
Celebremos una navidad distinta
!CELEBREMOS A JESÚS¡¡

martes, 22 de noviembre de 2011

JORGE WHITEFIELD Predicador al aire libre 1714-1770




Más de 100 mil hombres y mujeres rodeaban al predicador hace doscientos años en Cambuslang, Escocia.
Las palabras del sermón, vivificadas por el Espíritu Santo, se oían claramente en todas partes donde se
encontraba ese mar humano. Es difícil hacerse idea del aspecto de la multitud de 10 mil penitentes que
respondieron al llamado para aceptar al Salvador. Estos acontecimientos nos sirven como uno de los
pocos ejemplos del cumplimiento de las palabras de Jesús: "De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las
obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre" (Jua_14:12).

Había "como un fuego ardiente metido en los huesos" de este predicador, que era Jorge Whitefield.
Ardía en él un santo celo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado. Durante un
período de veintiocho días realizó la increíble hazaña de predicar a diez mil personas diariamente. Su voz
se podía oír perfectamente a más de un kilómetro de distancia, a pesar de tener una constitución física
delgada y de adolecer de un problema pulmonar. Todos los edificios resultaban pequeños para contener esos
enormes auditorios, y en los países donde predicó, instalaba su pulpito en los campos, fuera de las
ciudades. Whitefield merece el título de príncipe de los predicadores al aire libre, porque predicó un
promedio de diez veces por semana, durante un período de treinta y cuatro años, la mayoría de las veces
bajo el techo construido por Dios, que es el cielo.

La vida de Jorge Whitefield fue un milagro. Nació en una taberna de bebidas alcohólicas. Antes de
cumplir tres años, su padre falleció. Su madre se casó nuevamente, pero a Jorge se le permitió continuar
sus estudios en la escuela. En la pensión de su madre él hacía la limpieza de los cuartos, lavaba la ropa y
vendía bebidas en el bar. Por extraño que parezca, a pesar de no ser aún salvo, Jorge se interesaba
grandemente en la lectura de las Escrituras, leyendo la Biblia hasta altas horas de la noche y preparando


sermones. En la escuela se lo conocía como orador. Su elocuencia era natural y espontánea, un don
extraordinario de Dios que poseía sin siquiera saberlo.

Se costeó sus propios estudios en Pembroke College, Oxford, sirviendo como mesero en un hotel.
Después de estar algún tiempo en Oxford, se unió al grupo de estudiantes a que pertenecían Juan y Carlos
Wesley. Pasó mucho tiempo, como los demás de ese grupo, ayunando y esforzándose en mortificar la
carne, a fin de alcanzar la salvación, sin comprender que "la verdadera religión es la unión del alma con
Dios y la formación de Cristo en nosotros".

Acerca de su salvación escribió poco antes de su muerte: "Sé el lugar donde... Siempre que voy a
Oxford, me siento impelido a ir primero a ese lugar donde Jesús se me reveló por primexa vez, y me
concedió mi nuevo nacimiento."

 Con la salud quebrantada, quizás por el exceso de estudio, Jorge volvió a su casa para recuperarla.

 Resuelto a no caer en el indiferentismo, estableció una clase bíblica para jóvenes que como él, deseaban
orar y crecer en la gracia de Dios. Diariamente visitaban a los enfermos y a los pobres, y, frecuentemente,
a los presos en las cárceles, para orar con ellos y prestarles cualquier servicio manual que pudiesen.
Jorge tenía en el corazón un plan que consistía en preparar cien sermones y presentarse para ser destinado
al ministerio. Sin embargo, era tanto su celo que cuando apenas había preparado un solo sermón, ya la
iglesia insistía en ordenarlo, teniendo él apenas veintiún años, a pesar de existir un reglamento que
prohibía aceptar a ninguna persona menor de 23 años para tal cargo.

El día anterior a su separación para el ministerio lo pasó en ayuno y oración. Acerca de ese hecho, él
escribió: "En la tarde me retiré a un lugar alto cerca de la ciudad, donde oré con insistencia durante dos
horas pidiendo por mí y también por aquellos que iban a ser separados junto conmigo. El domingo me
levanté de madrugada y oré sobre el asunto de la epístola de San Pablo a Timoteo, especialmente sobre el
precepto: "Ninguno tenga en poco tu juventud." Cuando el presbítero me impuso las manos, si mi vil
corazón no me engaña, ofrecí todo mi espíritu, alma y cuerpo para el servicio del santuario de Dios...
Puedo testificar ante los cielos y la tierra, que me di a mí mismo, cuando el presbítero me impuso las
manos, para ser un mártir por Aquel que fue clavado en la cruz en mi lugar."

Los labios de Whitefield fueron tocados por el fuego divino del Espíritu Santo en ocasión de su
separación para el ministerio. El domingo siguiente, en esa época de frialdad espiritual, predicó por
primera vez. Algunos se quejaron de que quince de los oyentes "enloquecieron" al escuchar el sermón.

Sin embargo, el presbítero al comprender lo que pasaba, respondió que sería muy bueno que los quince
no se olvidasen de su "locura" antes del siguiente domingo.

Whitefield nunca se olvidó ni dejó de aplicar las siguientes palabras del doctor Delaney: "Deseo, todas
las veces que suba al pulpito, considerar esa oportunidad como la última que se me concede para predicar
y la última que la gente va a escuchar." Alguien describió así una de sus predicaciones: "Casi nunca
predicaba sin llorar y sé que sus lágrimas eran sinceras. Lo oí decir: 'Vosotros me censuráis porque lloro.
Pero, ¿cómo puedo contenerme, cuando no lloráis por vosotros mismos, a pesar de que vuestras almas
inmortales están al borde de la destrucción? No sabéis si estáis oyendo el último sermón o no, o jamás
tendréis otra oportunidad de llegar a Cristo.'" A veces lloraba hasta parecer que estaba muerto y a mucho
costo recuperaba las fuerzas. Se dice que los corazones de la mayoría de los oyentes se derretían ante el
calor intenso de su espíritu, como la plata se derrite en el horno del refinador.

Cuando era estudiante del colegio de Oxford, su corazón ardía de celo, y pequeños grupos de alumnos
se reunían en su cuarto diariamente; se sentían impelidos como los discípulos se sintieron después del
derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. El Espíritu continuó obrando poderosamente en él
y por él durante el resto de su vida, porque nunca abandonó la costumbre de buscar la presencia de Dios.
Dividía el día en tres partes: ocho horas solo con Dios y dedicado al estudio, ocho horas para dormir y
tomar sus alimentos, y ocho horas tiara el trabaja entre la gente. De rodillas leía las Escrituras y oraba
sobre esa lectura, y así recibía luz, vida y poder. Leemos que en una de sus visitas a los Estados Unidos,
"pasó la mayor parte del viaje a bordo solo, orando". Alguien escribió sobre él: "Su corazón se llenó tanto
de los cielos, que anhelaba tener un lugar donde pudiese agradecer a Dios; y completamente solo, durante


horas, lloraba conmovido por el amor de su Señor que lo consumía." Las experiencias que tenía en su
ministerio confirmaban su fe en la doctrina del Espíritu Santo, como el Consolador todavía vivo, el Poder
de Dios que obra actualmente entre nosotros.

Jorge Whitefield predicaba en forma tan vivida que parecía casi sobrenatural. Se cuenta que cierta vez
predicando a algunos marineros, describió un navio perdido en un huracán. Toda la escena fue presentada
con tanta realidad, que cuando llegó al punto de describir cómo el barco se estaba hundiendo, algunos de
los marineros saltaron de sus asientos gritando: "¡A los botes! ¡A los botes!" En otro sermón habló de un
ciego que iba andando en dirección de un precipicio desconocido. La escena fue tan natural que, cuando el
predicador llegó al punto de describir la llegada del ciego a la orilla del profundo abismo, el Camarero
Mayor, Chesterfield, que asistía al sermón, dio un salto gritando: "¡Dios mío! ¡Se mató!"

Sin embargo, el secreto de la gran cosecha de almas salvas no era su maravillosa voz, ni su gran
elocuencia. Tampoco se debía a que la gente tuviese el corazón abierto para recibir el evangelio, porque
ése era un tiempo de gran decadencia espiritual entre los creyentes.

Tampoco fue porque le faltase oposición. Repetidas veces Whitefield predicó en los campos porque las
iglesias le habían cerrado las puertas. A veces ni ios hoteles querían aceptarlo como huésped. En
Basingstoke fue agredido a palos. En Staffordshire le tiraron terrones de tierra. En Moorfield destruyeron
la mesa que le servía de pulpito y le arrojaron la basura de la feria. En Evesham las autoridades, antes de
su sermón, lo amenazaron con prenderlo si predicaba. En Exeter, mientras predicaba ante un auditorio de
diez mil personas, fue apredreado de tal modo que llegó a pensar que le había llegado su hora, como al
ensangrentado Esteban, de ser llamado inmediatamente a la presencia del Maestro. En otro lugar lo
apedrearon nuevamente hasta dejarlo cubierto de sangre. Verdaderamente llevó en el cuerpo, hasta la
muerte, las marcas de Jesús.

El secreto de obtener tales resultados con su predicación era su gran amor para con Dios. Cuando
todavía era muy joven, se pasaba las noches enteras leyendo la Biblia, que tanto amaba. Después de
convertirse, tuvo la primera de sus experiencias de sentirse arrebatado, quedando su alma enteramente al
descubierto, llena, purificada, iluminada por la gloria y llevada a sacrificarse enteramente a su Salvador.
Desde entonces nunca más fue indiferente al servicio de Dios, sino que, por el contrario, se regocijaba
trabajando con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su entendimiento. Solamente le interesaban
los cultos y le escribió a su madre que nunca más volvería a su antiguo empleo. Consagró su vida
totalmente a Cristo. Y la manifestación exterior de aquella vida nunca excedía su realidad interior; así
pues, nunca mostró cansancio, ni disminuyó la marcha urante el resto de su vida.

A pesar de todo, él escribió: "Mi alma estaba seca como el desierto. Me sentía como si estuviese
encerrado dentro de una armadura de hierro. No podía arrodillarme sin prorrumpir en grandes sollozos y
oraba hasta quedar empapado en sudor... Sólo Dios sabe cuántas noches quedé postrado en la cama,
gimiendo por lo que sentía y, ordenando en el nombre de Jesús, que Satanás se apartase de mí. Otras veces
pasé días y semanas enteras postrado en tierra suplicando a Dios que me liberase de los pensamientos
diabólicos que me distraían. El interés propio, la rebeldía, el orgullo y la envidia me atormentaban, uno
después de otro, hasta que resolví vencerlos o morir. Luchaba en oración para que Dios me concediese la
victoria sobre ellos."
Jorge Whitefield se consideraba un peregrino errante en el mundo, en busca de almas. Nació, se crió,
estudió y obtuvo su diploma en Inglaterra. Atravesó el Adámico trece veces. Visitó Escocia catorce veces.
Fue a Gales varias veces. Estuvo una vez en Holanda. Pasó cuatro meses en Portugal. En las Bermudas
ganó muchas almas para Cristo, así como en todos los lugares donde trabajó.

Acerca de lo que experimentó en uno de esos viajes a la Colonia de Georgia, Whitefield escribió:
"Recibí de lo alto manifestaciones extraordinarias. Al amanecer, al mediodía, al anochecer y a
medianoche — de hecho el día entero — el amado Jesús me visitaba para renovar mi corazón. Si ciertos
árboles próximos a Stonehouse pudiesen hablar, contarían la dulce comunión que yo y algunas almas
amadas gozamos allí con Dios, siempre bendito. A veces, estando de paseo, mi alma hacía tales
incursiones por las regiones celestes, que parecía estar lista para abandonar mi cuerpo. Otras veces me


sentía tan vencido por la grandeza de la majestad infinita de Dios, que me postraba en tierra y le entregaba
mi alma, como un papel en blanco, para que El escribiese en ella lo que desease. Nunca me olvidaré de
una cierta noche de tormenta. Los relámpagos no cesaban de alumbrar el cielo. Yo había predicado a
muchas personas, y algunas de ellas estaban temerosas de volver a casa. Me sentí guiado a acompañarlas y
aprovechar la ocasión para animarlas a prepararse para la venida del Hijo del hombre. ¡Qué inmenso gozo
sentí en mi alma! ¡Cuando volvía, mientras algunos se levantaban de sus camas asustados por los
relámpagos que iluminaban los pisos y brillaban de uno al otro lado del cielo, otro hermano y yo nos
quedamos en el campo adorando, orando, ensalzando a nuestro Dios y deseando la revelación de Jesús
desde los cielos, ¡en una llama de fuego!"

¿Cómo se puede esperar otra cosa sino que las multitudes, a las que Whitefíeld predicaba, se vieran
inducidas a buscar la misma Presencia? En su biografía hay un gran número de ejemplos como los
siguientes: "¡Oh, cuántas lágrimas se derramaron en medio de fuertes clamores por el amor del querido
Señor Jesús! Algunos desfallecían y cuando recobraban las fuerzas, al escucharme volvían a desfallecer.
Otros gritaban como quien siente el ansia de la muerte. Y después de acabar el último discurso, yo mismo
me sentí tan vencido por el amor de Dios, que casi me quedé sin vida. Sin embargo, por fin reviví y
después de tomar algún alimento, me sentí lo suficientemente fuerte como para viajar cerca de treinta
kilómetros, hasta Nottingham. En el camino alegré mi alma cantando himnos. Llegamos casi a
medianoche; después de entregarnos a Dios en oración, nos acostamos y descansamos bajo la protección
del querido Señor Jesús. ¡Oh Señor, jamás existió un amor como el tuyo!"

Luego Whitefíeld continuó sin descanso: "Al día siguiente en Fog's Manor la concurrencia a los cultos
fue tan grande como en Nottingham. La gente quedó tan quebrantada, que por todos los lados vi personas
con el rostro bañado en lágrimas. La Palabra era más cortante que una espada de dos filos, y los gritos y
gemidos tocaban al corazón más endurecido. Algunos tenían semblantes tan pálidos como la palidez de la
muerte; otros se retorcían las manos, llenos de angustia; otros más cayeron de rodillas al suelo, mientras
que otros tenían que ser sostenidos por sus amigos para no caer. La mayor parte del público levantaba los
ojos a los cielos, clamando y pidiendo misericordia de Dios. Yo, mientras los contemplaba, solamente
podía pensar en una cosa, que ése había sido el gran día. Parecían personas despertadas por la última
trompeta, saliendo de sus tumbas para comparecer al Juicio Final.

"El poder de la Presencia divina nos acompañó hasta Baskinridge, donde los arrepentidos lloraban y los
salvos oraban, lado a lado. El indiferentismo de muchos se transformó en asombro y el asombro se
transformó después en gozo. Alcanzó a todas las clases, edades y caracteres. La embriaguez fue
abandonada por aquellos que habían estado dominados por ese vicio. Los que habían practicado cualquier
acto de injusticia, sintieron remordimientos. Los que habían robado se vieron constreñidos a hacer
restitución. Los vengativos pidieron perdón. Los pastores quedaron ligados a su pueblo mediante un
vínculo más fuerte de compasión. Se inició el culto doméstico en los hogares. Como resultado, los
hombres se interesaron en estudiar la Palabra de Dios y a tener comunión con su Padre celestial."

Pero no fue solamente en los países populosos que la gente afluyó para oírlo. En los Estados Unidos,
cuando todavía era un país nuevo, se congregaron grandes multitudes de personas que vivían lejos unos de
otros en las florestas. En su diario, el famoso Benjamín Franklin dejó constancia de esas reuniones de la
siguiente manera: "El jueves el reverendo Whitefíeld partió de nuestra ciudad, acompañado de ciento
cincuenta personas a caballo, con destino a Chester, donde predicó ante una audiencia de siete mil
personas, más o menos. El viernes predicó dos veces en Willings Town a casi cinco mil personas. El
sábado en Newcastle predicó a cerca de dos mil quinientas personas y, en la tarde del mismo día, en
Cristiana Bridge, predicó a casi tres mil. El domingo en White Clay Creek predicó dos veces, descansando
media hora entre los dos sermones dirigidos a ocho mil personas, de las cuales cerca de tres mil habían
venido a caballo. La mayor parte del tiempo llovió; sin embargo, todos los oyentes permanecieron de pie,
al aire libre."

Cómo Dios extendió su mano para obrar prodigios por medio de su siervo, se puede ver claramente en
lo siguiente: De pie sobre un estrado ante la multitud, después de algunos momentos de oración en


silencio, Whitefield anunció de manera solemne el texto: "Está establecido para los hombres que mueran
una sola vez, y después de esto el juicio." Después de un corto silencio, se oyó un grito de horror
proveniente de algún lugar entre la multitud. Uno de los predicadores allí presentes fue hasta el lugar de la
ocurrencia para saber lo que había dado origen a ese grito. Cuando volvió, dijo: "Hermano Whitefield,
estamos entre los muertos y los que están muriendo. Un alma inmortal fue llamada a la eternidad. El ángel
de la destrucción está pasando sobre el auditorio. Clama en voz alta y no ceses." Entonces se anunció al
público que una de las personas de la multitud había muerto. No obstante, Whitefield leyó por segunda
vez el mismo texto: "Está establecido para los hombres que mueran una sola vez." Del lado donde la
señora de Huntington estaba de pie, vino otro grito agudo. Nuevamente, un estremecimiento de horror
pasó por toda la multitud cuando anunciaron que otra persona había muerto. Pero Whitefield, en vez de
llenarse de pánico como los demás, suplicó la gracia del Ayudador invisible y comenzó, con elocuencia
tremenda, a prevenir del peligro a los impenitentes. Sin embargo, debemos aclarar que él no siempre era
vehemente o solemne. Nunca otro orador experimentó tantas formas de predicar como él.

A pesar de su gran obra, no se puede acusar a Whitefield de buscar fama o riquezas terrenales. Sentía
hambre y sed de la sencillez y sinceridad divinas. Dominaba todos sus intereses y los transformaba para la
gloria del reino de su Señor. No congregó a su alrededor a sus convertidos para formar otra denominación,
como algunos esperaban. No solamente entregaba todo su ser, sino que quería "más lenguas, más cuerpos
y más almas para dedicarlos al servicio del Señor Jesús".

La mayor parte de sus viajes a la América del Norte los hizo a favor del orfanatorio que fundó en la
colonia de Georgia. Vivía en la pobreza y se esforzaba para conseguir lo necesario para el orfanatorio.
Amaba a los huérfanos con ternura y les escribía cartas, dirigiéndose a cada uno de ellos por su nombre.
Para muchos de esos niños él era el único padre y el único medio de su sustento. Una gran parte de su obra
evangelizadora la realizó entre los huérfanos, y casi todos ellos permanecieron siempre creyentes fieles y
unos cuantos de ellos llegaron a ser ministros del Evangelio.

Whitefield no era de físico robusto; desde su juventud sufrió casi constantemente, anhelando muchas
veces partir para estar con Cristo. A la mayoría de los predicadores les es imposible predicar cuando se
encuentran enfermos como él.

 Fue así como, a los 65 años de edad, durante su séptimo viaje a la América del Norte, finalizó su carrera
en la tierra, una vida escondida con Cristo en Dios y derramada en un sacrificio de amor por los hombres.
El día antes de fallecer tuvo que esforzarse para poder permanecer en pie. Sin embargo al levantarse, en
Exeter, ante un auditorio demasiado grande para caber dentro de ningún edificio, el poder de Dios vino
sobre él y predicó como de costumbre, durante dos horas. Uno de los que asistieron dijo que "su rostro
brillaba como el sol". El fuego que se encendió en su corazón en el día de oración y ayuno de su
separación para el ministerio, ardió hasta dentro de sus huesos y nunca se apagó (Jer_20:9).

Cierta vez un hombre eminente le dijo a Whitefield: "No espero que Dios llame pronto al hermano para
la morada eterna, pero cuando eso suceda, me regocijaré al oír su testimonio." El predicador le respondió:
"Entonces, usted va a sufrir una desilusión, puesto que voy a morir callado. La voluntad de Dios es darme
tantas oportunidades para dar testimonio de El durante mi vida, que no me serán dadas otras a la hora de
mi muerte." Y su muerte fue tal como él la predijo.
Después del sermón que predicó en Exeter, fue a Newburyport para pasar la noche en la casa del pastor.
Al subir al dormitorio se dio vuelta en la escalera y con la vela en la mano pronunció un breve mensaje a
sus amigos que allí estaban e insistían en que predicase.

A las dos de la mañana se despertó. Le faltaba la respiración y le dijo a su compañero sus últimas
palabras que pronunció en la tierra: "Me estoy muriendo."
En su entierro, las campanas de las iglesias de Newburyport doblaron y las banderas quedaron a media
asta. Ministros de todas partes asistieron a sus funerales; millares de personas no consiguieron acercarse a
la puerta de la iglesia debido a la inmensa multitud. Cumpliendo su petición, fue enterrado bajo el pulpito
de la iglesia.


Si queremos recoger los mismos frutos de ver salvos a millares de nuestros semejantes, como lo vio
Whitefield, debemos seguir su ejemplo de oración y dedicación.
¿Piensa alguien que es ésta una tarea demasiado grande? ¿Qué diría Jorge Whitefield, que se encuentra
ahora junto a los que él llevó a Cristo, si le hiciésemos esta pregunta?

lunes, 21 de noviembre de 2011

2da PARTE DE JHON WESLEY


Ese hombrecito que caminaba 7 mil kilómetros por año, aún tuvo tiempo para la vida literaria. Leyó no
menos de 1.200 volúmenes, la mayor parte de ellos mientras andaba a caballo. Escribió una gramática
hebrea, otra latina y otras más de francés e inglés. Sirvió durante muchos años como redactor de un
periódico de 56 páginas. El diccionario completo de la lengua inglesa, que él compiló, fue muy popular, y
su comentario sobre el Nuevo Testamento todavía tiene una gran circulación. Escogió una biblioteca de


50 volúmenes que revisó y volvió a publicar compendiada en una obra de 30 volúmenes. El libro que
escribió sobre la filosofía natural tuvo una gran aceptación entre el ministerio. Compiló una obra de cuatro
volúmenes sobre la historia de la iglesia. Escribió y publicó un libro sobre la historia de Roma y otro
sobre Inglaterra. Preparó y publicó tres volúmenes sobre medicina y seis de música para los cultos.
Después de su experiencia que tuvo lugar en Fetter Lane, él y su hermano Carlos escribieron y publicaron
54 himnarios. Se dice que en total escribió más de 230 libros.

Ese hombre de físico endeble, poco antes de cumplir 88 años escribió: "Hasta después de los 86 años no
he sentido ningún achaque propio de la vejez; mis ojos nunca se nublaron, ni perdí mi vigor." A los 70
años predicó ante un auditorio de 30 mil personas, al aire libre, y fue escuchado por todos. A los 86 años
hizo un viaje a Irlanda, donde, además de predicar seis veces al aire libre, predicó cien veces en sesenta
ciudades. Uno de sus oyentes al referirse a Wesley dijo: "Su espíritu era tan vivo como a los 53 años,
cuando lo encontré por la primera vez."

 Su salud la atribuyó a la observancia de las siguientes reglas:

"(1) Al ejercicio constante y al aire fresco.

(2) Al hecho de que nunca, ni enfermo ni con salud, ni en tierra ni en el mar, perdió una noche de
sueño desde su nacimiento.
(3) A su fácil disposición para dormir, de día o de noche, al sentirse cansado.
(4) A levantarse por más de sesenta años a las cuatro de la mañana.
(5) A la costumbre de predicar siempre a las cinco de la mañana durante más de cincuenta años.
(6) Al hecho de que casi nunca sufrió dolores, desánimo o enfermedad de cuidado durante toda su
vida."
No nos debemos olvidar de la fuente de ese vigor que Juan Wesley poseía. Pasaba dos horas diarias o
más en oración. Iniciaba el día a las cuatro de la mañana. Cierto creyente que lo conocía íntimamente,
escribió así acerca de él: "Consideraba a la oración como lo más importante de su vida y lo he visto salir
de su cuarto con el alma tan serena, que ésta se reflejaba en su rostro el cual brillaba."

Ninguna historia de la vida de Juan Wesley estaría completa si no se mencionasen los cultos de vigilia
que se realizaban una vez por mes entre los creyentes. Esos cultos se iniciaban a las ocho de la noche y
continuaban hasta después de la medianoche —o hasta que descendiese el Espíritu Santo sobre ellos.
Tales cultos se basaban en las referencias que hace el Nuevo Testamento a noches enteras pasadas en
oración. En efecto, alguien hizo el siguiente comentario sobre este asunto: "Se explica el poder de Wesley
por el hecho de que él era un homo uníus libri, es decir, un hombre de un solo libro, y ese Libro era la
Biblia."

Wesley escribió poco antes de su muerte: "Hoy pasamos el día en ayuno y oración para que Dios
extendiese su obra. Solamente nos retiramos después de una noche de vigilia, en la cual el corazón de
muchos hermanos recibió un gran consuelo."

 En su diario Juan Wesley escribió entre otras cosas, lo siguiente sobre la oración y el ayuno: "Cuando yo
estudiaba en Oxford... ayunábamos los miércoles y los viernes, como hacían los creyentes primitivos en
todos los lugares. Epifanio (310-403) escribió: "¿Quién no sabe que los creyentes del mundo entero
ayunan los miércoles y los viernes? Wesley continuó: "No sé por qué ellos guardaban esos dos días, pero
es una buena regla; si a ellos les servía, también a mí. Sin embargo, no quiero dar a entender que esos dos
sean los únicos días de la semana para ayunar, pues muchas veces es necesario ayunar más de dos días. Es
muy importante que permanezcamos solos y ante la presencia de Dios cuando ayunamos y oramos, para
que podamos percibir la voluntad de Dios y El pueda guiarnos. En los días de ayuno debemos hacer todo
lo posible para permanecer alejados de nuestras amistades y de las diversiones, aun cuando éstas sean
lícitas en otras ocasiones."

El gozo que sentía al predicar al aire libre no disminuyó con la vejez; el 7 de octubre de 1790 predicó
por última vez de esa manera, sobre el texto: "El reino de Dios se ha acercado, arrepentíos, y creed en el
evangelio." La Palabra se manifestó con gran poder y las lágrimas de la gente corrían en abundancia.

Uno por uno, sus fieles compañeros de lucha, inclusive su esposa, fueron llamados para el descanso,


pero Juan Wesley continuaba trabajando. A la edad de 85 años, su hermano Carlos fue también llamado y
Juan se sentó ante la multitud, cubriendo el rostro con las manos, para esconder las lágrimas que le corrían
por el rostro. Su hermano, a quien tanto había amado por tanto tiempo, había partido y él ahora tenía que
trabajar solo.

 El 2 de marzo de 1791, cuando casi iba a cumplir los 88 años, dio fin a su carrera terrestre. Durante toda
la noche anterior sus labios no cesaron de pronunciar palabras de adoración y de alabanza. Su alma se
inundó de alegría con la anticipación de las glorias del hogar eterno y exclamó: "Lo mejor de todo es que
Dios está con nosotros." Entonces, levantando la mano como si fuese la señal de la victoria, nuevamente
repitió: "Lo mejor de todo es que Dios está con nosotros." A las diez de la mañana, mientras los creyentes
rodeaban el lecho orando, él dijo: "Adiós", y así compareció a la presencia del Señor.

Un creyente que asistió a su muerte, se refirió a ese acto de la siguiente manera: "¡La presencia divina se
sentía sobre todos nosotros; no existen palabras para describir lo que vimos en su semblante! Mientras
más lo contemplábamos, más veíamos reflejado en su rostro parte del cielo indescriptible."

Se calcula que diez mil personas desfilaron ante su ataúd para ver el rostro que tenía una sonrisa
celestial. Debido a la enorme multitud que afluyó para honrarlo, fue necesario enterrarlo a las cinco de la
mañana.

Juan Wesley nació y se crió en un hogar donde no había abundancia de pan. Con la venta de los libros
que escribió, ganó una fortuna con la cual contribuía a la causa de Cristo; al fallecer, dejó en el mundo:
"dos cucharas, una tetera de plata, un abrigo viejo" y decenas de millares de almas, salvadas en una época
de tétrica decadencia espiritual.

La tea que fue arrebatada del fuego en Epworth, comenzó a arder intensamente en Aldersgate y Fetter
Lañe, y desde entonces continúa iluminando millones de almas en el mundo entero.

viernes, 18 de noviembre de 2011

JUAN WESLEY Tea arrebatada del fuego 1703-1791 (1 PARTE)



A medianoche el cielo estaba iluminado por el reflejo sombrío de las llamas que devoraban vorazmente
la casa del pastor Samuel Wesley. En la calle la gente gritaba: "¡Fuego! ¡Fuego!" Sin embargo, adentro la
familia del pastor continuaba durmiendo tranquilamente, hasta que algunos escombros en llamas cayeron
sobre la cama de Hetty, una de las hijas de la familia. La niña despertó sobresaltada y corrió al cuarto de
su padre. Sin poder salvar absolutamente nada de las llamas, la familia tuvo que salir de la casa vistiendo
apenas la ropa de dormir, en una temperatura helada.

 El ama, al despertarse con la alarma, sacó rápidamente de la cuna al menor de los hijos, Carlos. Llamó a
los otros niños, insistiendo que la siguiesen y bajó la escalera; sin embargo, Juan, que sólo tenía cinco
años y medio, se quedó durmiendo.

Por tres veces la madre, Susana Wesley, que estaba enferma, tentó en vano subir la escalera. Dos veces
el padre intentó, sin lograrlo, pasar por en medio de las llamas corriendo. Consciente del peligro
inminente, juntó a toda su familia en el jardín donde todos cayeron de rodillas y suplicaron a Dios por la
vida del niño que estaba dentro de la casa presa del fuego.

Mientras la familia oraba en el jardín, Juan se despertó y después de tratar inútilmente de bajar por las
escaleras, se trepó sobre un baúl que estaba frente a una ventana, donde uno de los vecinos lo vio parado.
El vecino llamó a otras personas y concibieron el plan de que uno de ellos trepara sobre sus hombros y un
tercer hombre igualmente trepara sobre los hombros del segundo, hasta alcanzar a la criatura. De esa
manera Juan se salvó de morir en la casa en llamas, rescatado apenas unos momentos antes de que el
techo se desplomase con gran estrépito.

 Los valientes vecinos que lo salvaron, llevaron al niño a los brazos de su padre. "Vengan, amigos", gritó
Samuel Wesley al recibir a su hijito, "arrodillémonos y demos gracias a Dios! El me ha restituido a mis
ocho hijos; dejen que la casa arda; tengo recursos suficientes." Quince minutos mas urde la casa, los
libros, documentos y mobiliario ya no existían.

Años después, en cierta publicación apareció el retrato de Juan Wesley, y al pie del mismo se veía la
ilustración de una casa ardiendo, y junto a ella la siguiente inscripción: ¿No es éste un tizón arrebatado del
incendio? (Zac_3:2).

En los escritos de Wesley se encuentra la siguiente referencia interesante sobre ese histórico siniestro:
"El 9 de febrero de 1750, durante un culto de vigilia, cerca de las once de la noche, recordé que era
precisamente ése el día y la hora en que, cuarenta años atrás, me habían arrebatado de las llamas.
Aproveché entonces la ocasión para relatar ese hecho de la maravillosa providencia. Las alabanzas y las
acciones de gracias se elevaron a los cielos, y fue muy grande el regocijo demostrado al Señor." Tanto el
pueblo como Juan Wesley ya sabían para entonces por qué el Señor lo había librado del incendio.

El historiador Lecky se refiere al Gran Avivamiento como la influencia que salvó a Inglaterra de una
revolución igual a la que, en la misma época, dejó a Francia en ruinas. De los cuatro personajes que se
destacaron en el Gran Avivamiento, Juan Wesley fue el que más se distinguió. Jonatán Edwards, que
nació en el mismo año que Wesley, falleció treinta y tres años antes que éste; Jorge Whitefield, nacido
once años después que Wesley, falleció veinte años antes que él, y Carlos Wesley tomó parte efectiva en
el movimiento por un período de dieciocho años solamente, mientras que Juan continuó durante medio
siglo.

Pero para que la biografía de este célebre predicador sea completa es necesario incluir la historia de su
madre, Susana. En efecto, es como cierto biógrafo escribió; "No se puede narrar la historia del Gran
Avivamiento que tuvo lugar en Inglatera el siglo pasado (XVIII), sin conceder una gran parte de la honra
merecida a la madre de Juan y Carlos Wesley; no solamente debido a la educación que inculcó
profundamente en sus hijos, sino por la dirección que le dio al avivamiento.


La madre de Susana era hija de un predicador. Dedicada a la obra de Dios, se casó con el eminente
ministro, Samuel Annesley. De los veinticinco hijos de ese enlace, Susana era la vigésima cuarta. Durante
su vida siguió el ejemplo de su madre, empleando una hora de la madrugada y otra hora de la noche para
orar y meditar sobre las Escrituras. Por lo que escribió cierto día, se puede apreciar cómo ella se dedicaba
a la oración: "Alabado sea Dios por todo el día que nos comportamos bien. Pero todavía no estoy
satisfecha, porque no disfruto mucho de Dios. Sé que aún estoy demasiado lejos de £1; anhelo tener mi
alma más íntimamente unida a El mediante la fe y el amor."

Juan fue el decimoquinto de los diecinueve hijos de Samuel y Susana Wesley. Lo que vamos a
transcribir, escrito por la madre de Juan, muestra cómo ella era fiel en "mandar a sus hijos y a su casa
después de si (Gén_18:19).

"Para formar la mente del niño, lo primero que se debe hacer es dominarle la voluntad. La obra de
instruir su intelecto lleva tiempo y debe ser gradual, conforme a la capacidad de la criatura. Pero la
voluntad del niño debe ser subyugada de una vez, y cuanto más pronto, mejor... Después se puede
gobernar al niño haciendo uso del razonamiento y el amor de los padres, hasta que el niño alcance una
edad en que tenga uso de razón."

El célebre comentarista de la Biblia, Adán Clark, escribió lo siguiente acerca de Samuel y Susana
Wesley y sus hijos: "Nunca he leído ni he oído hablar de una familia como ésta, a la cual la raza humana
le deba tanto, ni tampoco conozco ni ha existido otra igual desde los días de Abraham y Sara, y de José y
María de Nazaret."

Susana Wesley creía que "el que detiene el castigo, a su hijo aborrece" (Pro_13:24), y no consentía que
sus hijos llorasen en voz alta . Por eso, a pesar de que su casa estaba llena de niños, nunca había escenas
desagradables ni alborotos en el hogar del pastor. Nunca, ninguno de sus hijos obtuvo nada que quería,
mediante el llanto en la casa de Susana Wesley.

Susana marcaba el quinto cumpleaños de cada hijo como el día en que debían aprender el alfabeto, y
todos, con excepción de dos, cumplieron la tarea en el tiempo señalado. Al siguiente día en que el niño
cumplía los cinco años y aprendía el alfabeto, empezaba su curso de lectura, iniciándolo con el primer
versículo de la Biblia.

Desde muy pequeños, los niños en el hogar de Samuel Wesley y su esposa, aprendieron el valor que
tiene la observación fiel de los cultos. No hay en otras historias hechos tan profundos y conmovedores,
como los que se cuentan acerca de los hijos de Samuel y Susana Wesley, pues antes de que ellos hubiesen
aprendido a arrodillarse o a hablar, se les enseñaba a dar gracias por el alimento mediante gestos
apropiados. Cuando aprendían a hablar, repetían el Padre nuestro por la mañana y por la noche; además se
les enseñaba que añadiesen otras peticiones, según ellos deseaban... Al llegar a una edad apropiada, se les
designaba un día de la semana a cada hijo, a fin de conversar particularmente con cada uno sobre sus
"dudas y problemas".

En la lista aparece el nombre de Juan para los miércoles y el de Carlos para los sábados. Para cada uno
de los niños 'su día' se volvió un día precioso y memorable... Es conmovedor leer lo que Juan Wesley,
veinte años después de haber salido de su casa paterna, dijo a su madre: "En muchas cosas usted, madre
mía, intercedió por mí y ha prevalecido. Quién sabe si ahora también su intercesión para que yo renuncie
enteramente al mundo, dé buen resultado. .. Sin duda será eficaz para corregir mi corazón, como otrora lo
fue para formar mi carácter."

Después del espectacular salvamento de Juan del incendio, su madre, profundamente convencida de que
Dios tenía grandes planes para su hijo, resolvió firmemente educarlo para servir y ser útil en la obra de
Cristo. Susana escribió estas palabras en sus meditaciones particulares: "Señor, me esforzaré más
definidamente por este niño al cual salvaste tan misericordiosamente. Procuraré transmitirle fielmente,
para que se graben en su corazón, los principios de tu religión y virtud. Señor, concédeme la gracia
necesaria para realizar este propósito sincera y sabiamente, y bendice mis esfuerzos coronándolos con el
éxito."

Ella fue tan fiel en cumplir su resolución, que a la edad de ocho años, Juan fue admitido a participar de


la Cena del Señor.

En el hogar de Samuel Wesley nunca se omitía el culto doméstico del programa del día. Fuese cual
fuese la ocupación de los miembros de la familia, o de los criados, todos se reunían para adorar a Dios.
Cuando su marido se ausentaba, Susana, con el corazón encendido por el fuego del cielo dirigía los cultos.
Se cuenta que cierta vez, cuando la ausencia del esposo se prolongó más de lo acostumbrado, de treinta a
cuarenta personas asistían a los cultos celebrados en el hogar de los Wesley, y el hambre de la Palabra de
Dios aumentó tanto, que la casa se llenaba con las personas de la vecindad que asistían a los cultos.

La familia del pastor Samuel Wesley era muy pobre, pero mediante la influencia del Duque de
Buckingham, consiguieron un lugar para Juan en la escuela de Londres. De esa manera el chico, antes de
cumplir once años, se alejó de la fragante atmósfera de oración fervorosa, para enfrentar las porfías de una
escuela pública. Sin embargo, Juan no se contagió en el ambiente pecaminoso que lo rodeaba. Además,
continuó manteniéndose físicamente fuerte, gracias a que obedecía fielmente el consejo de su padre de
que corriese tres veces, de madrugada, alrededor del gran jardín de la escuela. De ahí en adelante fue
norma de su vida cuidar del vigor de su cuerpo. A los 80 años, a pesar de su físico desmejorado,
consideraba como cosa normal andar a pie una legua y media para ir a predicar.

 Sobre la influencia que Juan llegó a ejercer sobre sus colegas de la escuela, se cuenta lo siguiente: Cierto
día el portero, al ver que los niños no estaban en la terraza de recreo, comenzó a buscarlos y los halló en
una de las aulas, congregados alrededor de Juan. Este les estaba contando historias instructivas, que los
atraían más que el recreo.

Refiriéndose a ese tiempo, Juan Wesley escribió: "Yo participaba de varias cosas que sabía que eran
pecado, aun cuando no fuesen escandalosas para el mundo. Con todo, continué leyendo las Escrituras y
orando por la mañana y por la noche. Consideraba los siguientes puntos como las bases de mi salvación:

(1) No me consideraba tan perverso como mis semejantes.
(2) Conservaba la inclinación de ser religioso.
(3) Leía la Biblia, asistía a los cultos y oraba."
Después de estudiar durante seis años en la escuela, Wesley fue a estudiar en Oxford, y llegó a dominar
el latín, griego, hebreo y francés. Pero su interés principal no estaba en cultivar el intelecto. A ese respecto
se expresó así: "Comencé a reconocer que el corazón es la fuente de la religión verdadera... reservé
entonces dos horas cada día para quedarme a solas con Dios. Participaba de la Cena del Señor cada ocho
días. Me guardaba de todo pecado, tanto de palabras como de obras. Así pues, basándome en las obras
buenas que practicaba, me consideraba un buen creyente."

Juan se esforzaba para levantarse diariamente a las cuatro de la mañana. Por medio de las notas que
escribía, dejando constancia de todo lo que hacía durante el día, conseguía controlar su tiempo, a fin de no
desperdiciar un solo momento. Esa buena costumbre la practicó hasta casi el último día de su vida.

Un día, siendo aún joven, asistió a un entierro en compañía de un muchacho, y consiguió llevarlo a
Cristo, ganando así la primera alma para su Salvador. Algunos meses más tarde, a la edad de 24 años, y
después de un período de oración, fue separado para el diaconado.

Cuando estudiaba en Oxford, un pequeño grupo de estudiantes acostumbraba reunirse allí diariamente
para orar y estudiar las Escrituras juntos; además, ayunaban los miércoles y viernes, visitaban a los
enfermos y a los encarcelados, y consolaban a los criminales en la hora de su ejecución. Todas las
mañanas y todas las noches cada uno de ellos pasaba una hora apartado, orando solo. Durante las
oraciones se detenían de vez en cuando para observar si oraban con el debido fervor. Siempre oraban al
entrar y al salir de los cultos de la iglesia. Más tarde, tres de los miembros de ese grupo llegaron a ser
famosos entre los creyentes:

(1) Juan Wesley, que tal vez hizo más que cualquier otra persona para enraizar la vida espiritual,
no sólo de entonces, sino también de nuestro tiempo.
(2) Carlos Wesley, que llegó a ser uno de los más famosos y espirituales escritores de himnos
evangélicos; y
(3) Jorge Whitefield, que llegó a ser un predicador al aire libre que conmovía a las multitudes.

En aquel tiempo se sentía la influencia de Juan Wesley por toda la América, la que aún persiste en
nuestros días, a pesar de que él permaneció menos de dos años en este continente, y eso en un período de
su vida en que se encontraba perturbado a causa de la duda. Aceptó un llamado que le hicieron para que
predicase el evangelio a los habitantes de la colonia de Georgia, con el deseo de ganar su salvación por
medio de buenas obras. Pensó que la vanidad y la ostentación del mundo no se encontrarían en los
bosques de América.

Durante el viaje, en el navío que lo trajo a la América del Norte, observó, como era característico de su
vida, junto con otros de su grupo, un programa de trabajo para no desperdiciar un momento del día. Se
levantaba a las cuatro de la mañana y se acostaba después de las nueve. Las tres primeras horas del día las
dedicaba a la oración y al estudio de las Escrituras. Después de cumplir todo lo que estaba indicado en el
programa del día, era tanto su cansancio, que ni el bramido del mar ni el balanceo del navío conseguían
perturbar su sueño, mientras dormían sobre un cobertor extendido en la cubierta.

En Georgia, la población entera afluía en masa a la iglesia para oírlo predicar. La influencia de sus
sermones fue tal que, después de diez días, una sala de baile quedó casi desierta, mientras la iglesia se
llenaba de personas que oraban y recibían su salvación.

Whitefield, que desembarcó en Georgia algunos meses después que Wesley volvió a Inglaterra, se
expresó así sobre lo que vio: "El éxito de Juan Wesley en América es indescriptible. Su nombre es muy
apreciado por el pueblo, donde echó los cimientos que ni los hombres ni los demonios podrán conmover.
¡Oh, que yo pueda seguirlo como él siguió a Cristo!" Con todo, a Wesley le faltaba un cosa muy
importante, como se ve por los acontecimientos que lo hicieron salir de Georgia, conforme él mismo lo
escribió:

"Hace casi dos años y cuatro meses que dejé mi tierra natal para ir a predicar a Cristo a los indios de
Georgia; pero ¿qué llegué a saber? Vine a saber lo que menos me esperaba: que yo que fui a América para
convertir a otros, nunca me había convertido a Dios."

Después de volver a Inglaterra, Juan Wesley comenzó a servir a Dios con la fe de un hijo y no más con
la fe de un simple siervo. Acerca de este asunto, he aquí lo que él escribió: "No me daba cuenta de que
esta fe nos es dada instantáneamente, que el hombre podía salir de las tinieblas a la luz inmediatamente,
del pecado y de la miseria a la justicia y al gozo del Espíritu Santo. Examiné de nuevo las Escrituras sobre
este punto, especialmente los Hechos de los Apóstoles. Quedé grandemente maravillado al ver casi
solamente conversiones instantáneas; casi ninguna tan demorada como la de Saulo de Tarso." Desde
entonces Wesley comenzó a sentir más hambre y sed de justicia, la justicia de Dios por la fe.

Había fracasado, por así decir, en su primer intento de predicar el evangelio en América, porque a pesar
de su celo y bondad de carácter, el cristianismo que poseía era algo que había recibido por instrucción.
Pero la segunda etapa de su ministerio se destacó por un éxito fenomenal. ¿Por qué? Porque el fuego de
Dios ardía en su alma; había llegado a tener contacto directo con Dios mediante una experiencia personal.

Relatamos aquí, con sus propias palabras, su experiencia en que el Espíritu testificó a su espíritu que era
hijo de Dios — experiencia que transformó completamente su vida:

"Eran casi las cinco de la mañana hoy, cuando abrí el Testamento y encontré estas palabras: "(El) nos ha
dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza
divina" (2Pe_1:4). Antes de salir, abrí el Testamento y leí estas palabras: "No estáis lejos del reino de
Dios"... Anoche me sentí impelido a ir a Aldersgate... Sentí el corazón abrasado; confié en Cristo,
solamente en Cristo, creí para la salvación; me fue dada la certeza de que El llevó mis pecados y de que
me salvó de la ley del pecado y de la muerte. Comencé a orar con todas mis fuerzas... y testifiqué a todos
los presentes de lo que sentía en mi corazón."

Después de esa experiencia en Aldersgate, Wesley aspiraba bendiciones aún mayores del Señor,
conforme él mismo escribió: Suplicaba a Dios que cumpliese todas sus promesas en mi alma. No mucho
tiempo después el Señor honró en parte este anhelo, mientras oraba con Carlos, Whitefield y cerca de
otros sesenta creyentes en Fetter Lañe." Son de Juan Wesley estas palabras también: "Eran cerca de las
tres de la mañana y nosotros continuábamos perseverando en nuestras oraciones (Rom_12:12), cuando


nos sobrevino el poder de Dios de tal manera, que exclamamos impulsados por un gran gozo, y muchos de
los presentes cayeron al suelo. Luego, cuando pasó un poco el temor y la sorpresa que sentimos en
presencia de su majestad, exclamamos en una sola voz: 'Te alabamos, oh Dios, te aceptamos como nuestro
Señor.'"

Esa unción del Espíritu Santo dilató grandemente los horizontes espirituales de Wesley; su ministerio se
volvió excepcionalmente fructífero y él trabajó ininterrumpidamente durante 53 años, con el corazón
abrasado por el amor divino.

Un pastor predica un promedio de cien veces por año, pero el promedio de Juan Wesley fue de 780
veces por año durante 54 años. Ese hombrecito, cuya altura era de apenas un metro y sesenta y seis
centímetros; que pesaba menos de sesenta kilos, se dirigió a grandes multitudes, y bajo las mayores
tribulaciones. Cuando las iglesias le cerraron las puertas, se irguió para predicar al aire libre.

A pesar de enfrentar una apatía espiritual casi general en los creyentes, y una ola de perversión y
crímenes extendida por todo el país, afluían multitudes de 5 a 20 mil personas para escuchar sus sermones.
Era común en esos cultos que los pecadores se sintieran tan angustiados, que llegaban a gritar y a gemir.
Si célebres materialistas, tales como Voltaire y Tomás Paine, gritaron convencidos al encontrarse con
Dios en el lecho de muerte, no es de admirarse que centenares de pecadores gimiesen, gritasen y cayesen
al suelo, como muertos, cuando el Espíritu

Santo les hacía sentir la presencia de Dios. Era así como multitudes de perdidos se convertían en nuevas
criaturas en Cristo Jesús en los cultos de Juan Wesley. Muchas veces los oyentes eran transportados a las
alturas del amor, del gozo y de la admiración, y recibían también visiones de la perfección divina y de las
excelencias de Cristo, a tal extremo de permanecer varias horas como muertos. (Véase Apo_1:17.)

Como todos los que invaden el territorio de Satanás, los hermanos Carlos y Juan Wesley tuvieron que
sufrir terribles persecuciones. En Morfield los enemigos del evangelio acabaron con el culto destruyendo
la mesa en que Juan se subía para predicar, y lo insultaron y maltrataron. En Sheffield la casa fue
demolida sobre la cabeza de los creyentes. En Wednesbury destruyeron las casas, la ropa y los muebles de
los creyentes, dejándolos a la intemperie, expuestos a la nieve y al temporal. Varias veces Juan Wesley
fue apedreado y arrastrado como muerto en la calle. Cierta vez fue abofeteado en la boca y en la cara, y
golpeado en la cabeza, hasta quedar cubierto de sangre.

Pero la persecución de parte de la iglesia en decadencia era su mayor cruz. Fueron denunciados como
"falsos profetas", "charlatanes", "impostores arrogantes", "hombres diestros en la astucia espiritual",
"fanáticos", etc., etc. Al volver a visitar Epworth, que fue donde nació y se crió, Juan asistió el domingo al
culto de la mañana y al de la tarde, en la misma iglesia donde su padre había sido fiel pastor durante
muchos años; pero no le concedieron la oportunidad de hablar al pueblo. A las seis de la tarde, Juan, de
pie sobre el monumento que marcaba el lugar donde habían enterrado a su padre, al lado de la iglesia,
predicó ante el mayor auditorio jamás visto en Epworth — y Dios salvó a muchas almas.

¿Cuál era la causa de una oposición tan grande? Los creyentes de la iglesia durmiente alegaban que se
debía a sus predicaciones sobre la justificación por la fe y la santificación. Los descreídos no lo querían,
porque "hacía que el pueblo se levantase a las cinco de la mañana para cantar himnos".

Juan Wesley no solamente predicaba más que los otros predicadores, sino que los excedía como pastor,
exhortando y consolando a los creyentes, yendo de casa en casa.
En sus viajes andaba tanto a caballo como a pie, así en días asoleados, como en días lluviosos, o bajo
tormentas de nieve, cuando la mayoría de los predicadores viajaban en navíos o en trenes. Durante los 54
años de su ministerio anduvo un promedio de más de 7 mil kilómetros por año, para llegar a los lugares
donde tenía que predicar.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

JUAN PATON Misionero a los antropófagos 1824_1907




Cerca de Dalswinton, en Escocia, vivía un matrimonio conocido en toda la región como los viejos Adán
y Eva. A ese hogar llegó de visita, cierta vez, una sobrina, Janet Rogerson. Es de suponerse que no
hubiese muchas cosas en aquella casa aislada de un par de ancianos, que pudiesen distraer a la joven
siempre viva y alegre. Pero algo le atrajo su interés; cierto muchacho llamado Santiago Paton, entraba, día
tras día, en el bosque próximo a la casa. Llevaba siempre un libro en la mano, como si él fuese allí con el
propósito de estudiar y meditar. Cierto día, la jovencita, vencida por la curiosidad, entró furtivamente por
entre los árboles y espió al muchacho que recitaba los Sonetos Evangélicos de Erskine. Su curiosidad se
convirtió en una santa admiración cuando el joven, dejando el sombrero a un lado, en el suelo, se arrodilló
debajo de un árbol para derramar su alma en oración ante Dios. Ella, con su espíritu juguetón, avanzó y le
colgó el sombrero en una rama del árbol que estaba más próximo. En seguida se escondió en donde pudo,
para presenciar cómo el muchacho, perplejo, iba a estar buscando su sombrero. Al día siguiente la escena
se repitió. Pero el corazón de la muchacha se conmovió al ver la perturbación del joven, inmóvil por
algunos minutos, con el sombrero en la mano. Fue así como él, al volver al día siguiente al lugar donde se
arrodillaba diariamente, encontró una tarjeta prendida en el árbol. La tarjeta decía lo siguiente: "La
persona que escondió su sombrero se confiesa sinceramente arrepentida de haberlo hecho y le pide que
ore, rogando a Dios que la convierta en una creyente tan sincera como lo es usted."

El joven se quedó mirando por algún tiempo la tarjeta, olvidándose completamente de los Sonetos aquel
día. Por fin, desprendió la tarjeta del árbol, y estaba reprochándose por no haberse dado cuenta de que era
un ser humano quien le había escondido el sombrero en dos ocasiones, más tarde vio entre los árboles, una
muchacha que llevaba un balde en la mano, cantando un himno escocés que pasaba frente a la casa del
viejo Adán.

En aquel momento el muchacho, por instinto divino y en forma tan infalible como por cualquier voz que
jamás hablara a un profeta de Dios, supo que la visita angélica que había invadido su retiro de oración, era
la gentil y hábil sobrina de los viejos Adán y Eva. Santiago Paton todavía no conocía a Janet Rogerson,
pero había oído hablar de sus extraordinarias cualidades intelectuales y espirituales.

Es probable que Santiago Paton comenzase a orar por ella — en un sentido diferente de aquel que ella le
pidiera. De cualquier manera, la joven había hurtado, no solamente el sombrero del muchacho, sino
también su leal corazón — un hurto que tuvo como resultado el casamiento de los dos.

Santiago Paton, fabricante de medias del condado de Dunfries y su esposa Janet, andaban, como
Zacarías y Elizabeth en la antigüedad, en forma irreprensible delante del Señor. Cuando les nació el
primogénito, le pusieron el nombre de Juan, dedicándolo solemnemente a Dios, en sus oraciones, para que
fuese misionero a los pueblos que no tenían la oportunidad de conocer a Cristo.

Entre la casa propiamente dicha, en que vivía la familia Paton, y la parte que servía de fábrica, había un
pequeño aposento. Acerca de ese cuarto, Juan Paton escribió lo siguiente: "Ese era el santuario de nuestra
humilde casa. Varias veces al día, generalmente después de las comidas, nuestro padre entraba en aquel
cuarto y, "cerrada la puerta", oraba. Nosotros, sus hijos, comprendíamos como por instinto espiritual, que
esas oraciones eran por nosotros, como sucedía en la antigüedad cuando el sumo sacerdote entraba detrás
del velo al Lugar Santísimo, para interceder en favor del pueblo. De vez en cuando se oía el eco de una
voz, en un tono como de quien suplica por la vida; pasábamos delante de esa puerta de puntillas, a fin de
no perturbar esa santa e íntima conversación. El mundo exterior no sabía de dónde provenía el gozo que
resplandecía en el rostro de nuestro padre; pero nosotros, sus hijos, sí lo sabíamos; era el reflejo de la
Presencia divina, la cual era siempre una realidad para él en la vida cotidiana. Nunca espero sentir, ni en
el templo, ni en las sierras, ni en los valles, a Dios más cerca, más visible, andando y conversando más


íntimamente con los hombres, que en aquella humilde casa cubierta de paja. Si, debido a una catástrofe
indecible, todo cuanto pertenece a la religión fuese borrado de mi memoria, mi alma volvería de nuevo a
los tiempos de mi mocedad: se encerraría en aquel santuario, y al oír nuevamente los ecos de aquellas
súplicas a Dios, lanzaría lejos toda duda con este grito victorioso: Mi padre anduvo con Dios; ¿por qué no
puedo andar yo también?"

En la autobiografía de Juan Paton se ve que sus luchas diarias eran grandes. Pero lo que leemos a
continuación, revela cuál era la fuerza que operaba para que él siempre avanzase en la obra de Dios:

"Antes, sólo se celebraban cultos domésticos los domingos en la casa de mis abuelos: pero mi padre
indujo a mi abuela primero, y luego a todos los miembros de la familia, para que orasen y leyesen un
pasaje de la Biblia y cantasen un himno diariamente, por la mañana y por la noche. Fue así que mi padre
comenzó, a los diecisiete años de edad, la bendita costumbre de celebrar cultos matinales y vespertinos en
su casa; ésa fue una costumbre que observó, tal vez, sin ninguna excepción, hasta que se halló en el lecho
de muerte, a los 78 años de edad; cuando aun en ese su último día de vida se leyó un pasaje de las
Escrituras, y se oyó su voz mientras oraba. Ninguno de sus hijos se recuerda de un solo día que no hubiese
sido así santificado; muchas veces había prisa por atender algún negocio; innúmeras veces llegaban
amigos, disfrutábamos de momentos de gran gozo o de profunda tristeza; pero nada nos impedía que nos
arrodillásemos alrededor del altar familiar, mientras el sumo sacerdote dirigía nuestras oraciones a Dios y
se ofrecía a sí mismo y a sus hijos al mismo Señor. La luz de tal ejemplo era una bendición, tanto para el
prójimo, como para nuestra familia. Muchos años después me contaron que la mujer más depravada de la
villa, una mujer de la calle, pero que más tarde fue salvada y reformada por la gracia divina, declaró que la
única cosa que evitó que cometiese suicidio fue que, encontrándose ella una noche obscura cerca de la
ventana de la casa de mi padre, lo oyó implorando en el culto doméstico, que Dios convirtiese "al impío
del error de su camino y lo hiciese lucir como una joya en la corona del Redentor". "Vi", dijo ella, "cómo
yo era un gran peso sobre el corazón de ese buen hombre, y sabía que Dios respondería a sus súplicas. Fue
por causa de esa seguridad que no entré al infierno y que encontré al único Salvador."

 No es de admirarse que en tal ambiente, tres de los once hijos, Juan, Walter y Santiago, fuesen inducidos
a entregar su vida a la obra más gloriosa, que es la de ganar almas. Creemos que este punto no estaría
completo si no le añadiésemos un párrafo más de la misma autobiografía:

"Hasta qué punto fui impresionado en ese tiempo por las oraciones de mi padre, no lo puedo decir, ni
nadie podría comprenderlo. Cuando todos nos encontrábamos arrodillados alrededor de él en el culto
doméstico, y él, igualmente de rodillas, derramaba toda su alma en oración, con lágrimas, no sólo por
todas las necesidades personales y domésticas, sino también por la conversión de aquella parte del mundo
donde no había predicadores para servir a Jesús, nos sentíamos en la presencia del Salvador vivo y
llegamos a conocerlo y amarlo como nuestro Amigo divino. Cuando nos levantábamos después de esas
oraciones, yo acostumbraba quedarme contemplando la luz que reflejaba el rostro de mi padre y ansiaba
tener el mismo espíritu; anhelaba, como respuesta a sus oraciones, tener la oportunidad de prepararme y
salir, llevando el bendito evangelio a una parte del mundo que estuviese entonces sin misionero."

 Acerca de la disciplina en el hogar, veremos aquí lo que él escribió:

"Si había algo realmente serio para corregir, mi padre se retiraba primeramente al cuarto de oración, y
nosotros comprendíamos que él estaba llevando el caso ante Dios; ¡ésa era la parte más severa del castigo
para mí! Yo estaba listo a encarar cualquier castigo, pero esto que él hacía penetraba en mi conciencia
como un mensaje de Dios. Amábamos aún más a nuestro padre al ver cuánto tenía que sufrir para
castigarnos, y, de hecho, tenía muy poco que castigar, pues nos dirigía a todos nosotros, sus once hijos,
mucho más mediante el amor que mediante el temor."

Por fin llegó el día en que Juan tenía que dejar el hogar paterno. Sin tener dinero para el pasaje y con
todo lo que poseía, incluyendo una Biblia, envuelta en un pañuelo, salió a pie para ir a trabajar y a estudiar
en Glasgow. El padre lo acompañó durante una distancia de nueve kilómetros. Durante el último
kilómetro, antes de separarse, los dos caminaron sin decirse una palabra — el hijo sabía por el
movimiento de los labios de su padre, que él iba orando en su corazón, por él. Al llegar al lugar donde


debían separarse uno del otro, el padre balbuceó: "iQue Dios te bendiga hijo mío! ¡Que el Dios de tu padre
te prospere y te guarde de todo mal!" Después de abrazarse mutuamente el hijo salió corriendo, mientras
el padre de pie en medio del camino, inmóvil, con el sombrero en la mano y las lágrimas corriéndole por
el rostro, continuaba orando con todo su corazón. Algunos años después el hijo confesó que esa escena se
le había quedado grabada en su alma, y lo estimulaba como un fuego inextinguible a no desilusionar a su
padre en lo que de él esperaba, es decir, que siguiese su bendito ejemplo de andar siempre con Dios.

Durante los tres años de estudios que pasó en Glasgow, a pesar de trabajar con sus propias manos para
sustentarse, Juan Paton hizo, en el gozo del Espíritu Santo, una gran obra en la siega del Señor. No
obstante, resonaba constantemente en sus oídos el clamor de los salvajes de las islas del Pacífico y ése fue
el asunto que ocupó principalmente sus meditaciones y oraciones diarias. Había otros que podían
continuar la obra que él hacía en Glasgow, pero ¡¿Quién deseaba llevar el evangelio a esos pobres
bárbaros?!

Al declarar su resolución de ir a trabajar entre los antropófagos de las Nuevas Hébridas, casi todos los
miembros de su iglesia se opusieron a su salida. Uno de los más estimados hermanos así se explicó:
"Entre los antropófagos! ¡Será comido por los antropófagos!" A eso Juan Paton respondió: "Usted
hermano, es mucho mayor que yo, y en breve será sepultado y luego será comido por los gusanos; le digo
a usted hermano, que si yo logro vivir y morir sirviendo y honrando al Señor Jesús, no me importará ser
comido por los antropófagos o por los gusanos; en el gran día de la resurrección mi cuerpo se levantará
tan bello como el suyo, a semejanza del Redentor resucitado."

En efecto, las Nuevas Hébridas habían sido bautizadas con sangre de mártires. Los dos misioneros
Williams y Harris que habían sido enviados para evangelizar esas islas pocos años antes, fueron muertos a
garrotazos, y sus cadáveres fueron cocidos y comidos. "Los pobres salvajes no sabían que habían
asesinado a sus amigos más fieles; así pues, los creyentes de todos los lugares al recibir la noticia del
martirio de los dos, oraron con lágrimas por esos pueblos despreciados."

Y Dios oyó sus súplicas llamando entre otros a Juan Paton. Sin embargo, la oposición a su salida era tal
que él resolvió escribir a sus padres. Mediante su respuesta llegó a saber que ellos lo habían dedicado para
tal servicio el mismo día de su nacimiento. Desde ese momento, Juan Paton ya no tuvo más duda de que
ésa era la voluntad de Dios, y decidió en su corazón emplear toda su vida sirviendo a los indígenas de las
islas del Pacífico.

Nuestro héroe nos cuenta muchas cosas de interés acerca del largo viaje en barco de vela a las Nuevas
Hébridas. Casi al fin del viaje se quebró el mástil del navío. Las aguas los llevaban lentamente para Tana,
una isla de antropófagos, donde todo su equipaje habría sido saqueado y todos los de a bordo cocidos para
ser comidos. Sin embargo, Dios oyó sus súplicas y alcanzaron otra isla. Unos meses después fueron a la
misma isla de Tana, donde consiguieron comprar un terreno de los salvajes y edificar una casa. Resulta
conmovedor leer que construyeron la casa sobre los mismos cimientos que había echado el misionero
Turner quince años antes, y quien tuvo que huir de la isla para escapar de ser muerto y comido por los
salvajes.

Acerca de su primera impresión sobre la gente, Paton escribió: "Estuve al borde de la mayor
desesperación. Al ver su desnudez y miseria sentí tanto horror como piedad. ¿Había yo dejado la obra
entre mis amados hermanos de Glasgow, obra en la que sentía un gran gozo para dedicarme a criaturas tan
degeneradas como éstas? Me pregunté a mí mismo: '¿Será posible enseñarles a distinguir entre el bien y el
mal, y llevarlos a Cristo, o aun civilizarlos?' Pero todo eso fue apenas un sentimiento pasajero. Luego
sentí un deseo tan profundo de llevarlos al conocimiento y al amor de Jesús, como jamás había sentido
antes cuando trabajaba en Glasgow."

Antes de que la casa donde irían a vivir los Paton estuviese terminada, hubo una batalla entre dos tribus.
Las mujeres y los niños huyeron hacia la playa, donde conversaban y reían ruidosamente, como si sus
padres y hermanos estuviesen ocupados en algún trabajo pacífico. Pero mientras los salvajes gritaban y se
empeñaban en conflictos sangrientos, los misioneros se entregaban a la oración por ellos. Los cadáveres
de los muertos fueron llevados por los vencedores hasta una caldera de agua hirviendo, donde fueron


cocinados y comidos. En la noche todavía se escuchaba el llanto y los gritos prolongados de las aldeas
vecinas. Los misioneros fueron informados de que un guerrero, herido en la batalla, había acabado de
morir en su casa. Su viuda fue estrangulada inmediatamente, conforme a la costumbre, para que su
espíritu acompañase al espíritu del marido y continuase sirviéndole de esclava.

Los misioneros entonces, en ese ambiente de la más repugnante superstición, de la más baja crueldad y
de la más flagrante inmoralidad, se esforzaron por aprender a usar todas las palabras posibles de ese
pueblo que no conocía la Escritura. Anhelaban hablar de Jesús y del amor de Dios a esos seres que
adoraban árboles, piedras, fuentes, riachos, insectos, espíritus de los hombres fallecidos, reliquias de
cabellos y uñas, astros, volcanes, etc. etc.

La esposa de Paton era una colaboradora muy esforzada y en el espacio de pocas semanas reunió a ocho
mujeres de la isla y las instruía diariamente. Tres meses después de la llegada de los misioneros a la isla,
la esposa de Paton falleció de malaria y un mes después su hijito también murió. ¡Resulta imposible
describir el inmenso pesar que sentía Paton durante los años que trabajó sin su colaboradora en Tana! A
pesar de casi haber muerto también de malaria; a pesar de que los creyentes insistían en que volviese a su
tierra; y a pesar de que los indígenas hacían un plan tras otro plan para matarlo y luego comérselo, ese
héroe permaneció orando y trabajando fielmente en el puesto donde Dios lo había colocado.

Se construyó un templo y un buen número de indígenas se congregaba allí para oír el mensaje divino.
Paton no solamente logró llevar la lengua de los tanianos a la forma escrita, sino que también tradujo a
esa lengua una parte de las Escrituras, la cual imprimió, a pesar de no conocer el arte tipográfico. Acerca
de esa gloriosa hazaña de imprimir el primer libro en taniano, él escribió lo siguiente: "Confieso que
grité de alegría cuando la primera hoja salió de la prensa, con todas las páginas en orden adecuado; era
entonces la una de la mañana. Yo era el único hombre blanco en la isla, y hacía horas que todos los
nativos dormían. No obstante, tiré mi sombrero al aire y dancé como un chiquillo, durante algún tiempo,
alrededor de la máquina impresora.

"¿Habré perdido la razón? ¿No debería yo, como misionero, estar de rodillas alabando a Dios, por esta
nueva prueba de su gracia? ¡Creedme amigos, mi culto fue tan sincero como el de David, cuando danzó
delante del Arca de su Dios! No debéis pensar que, después de que estuvo lista la primera página, yo no
me arrodillé pidiendo al Todopoderoso que propagase la luz y la alegría de su santo Libro en los
corazones entenebrecidos de los habitantes de aquella tierra inculta."

Luego, cuando Paton había pasado tres años en Tana, una pareja de misioneros que vivía en la isla
vecina, Erromanga, fue martirizada bárbaramente a hachazos, en pleno día. Cuando se cumplieron cuatro
años de estar viviendo en Tana, el odio de los indígenas de esa isla llegó al máximo. Diversas tribus
acordaron matar al "indefenso" misionero y acabar de esa manera con la religión del Dios de amor en
toda la isla. Sin embargo, como él mismo se declaraba inmortal hasta acabar su obra en la tierra, eludía,
en pleno campo, los innúmeros lanzazos, hachazos y porrazos que le dirigían los indígenas, y así, logró
escapar a la isla de Aneitium. Entonces decidió ocuparse en la obra de traducción del resto de los
Evangelios a la lengua taniana, mientras esperaba la oportunidad de volver a Tana. Con todo, se sintió
dirigido a aceptar un llamado para ir a Australia. En el transcurso de unos meses, animó a las iglesias a
que compraran una embarcación de vela para el servicio de los misioneros. También las instó a que
contribuyesen liberalmente y que enviasen más misioneros para evangelizar todas las islas.

Acerca de su viaje a Escocia, después de haber pasado algunos años en las Nuevas Hébridas, él
escribió: "Fui en tren a Dunfries, y allí encontré transporte para ir a mi querido hogar paterno donde fui
acogido con muchas lágrimas. Solamente habían transcurrido cinco cortísimos años desde que yo había
salido de ese santuario con mi joven esposa, y ahora, ¡ay de mí! madre e hijo yacían en su tumba en Tana,
abrazados, hasta el día de la resurrección. . . No fue con menos gozo, a pesar de sentirme angustiado, que,
pocos días después me encontré con los padres de mi querida y desaparecida esposa."

Antes de partir de Escocia en su nuevo viaje, Paton se casó con la hermana de otro misionero. Llamada
por Dios a trabajar entre los naturales de las Nuevas Hébridas, sumergidos en las tinieblas, ella sirvió
como fiel compañera de su marido por muchos años.


"Lo último que hice en Escocia fue arrodillarme en el hogar paterno, durante el culto doméstico,
mientras mi venerado padre, como sacerdote de cabellos blancos nos encomendaba, una vez más, 'a los
cuidados y protección de Dios, Señor de las familias de Israel.' Yo sabía por cierto, cuando nos
levantamos después de la oración y nos despedimos unos de otros, que no nos encontraríamos más con
ellos antes del día de la resurrección. No obstante, mi padre y mi querida madre nos ofrecieron de nuevo
al Señor con corazones alegres, para su servicio entre los salvajes. Más tarde mi querido hermano me
escribió que la `espada' que traspasó el alma de mi madre fue demasiado aguda y que después de nuestra
partida, ella estuvo por mucho tiempo como muerta en los brazos de mi padre."

De regreso a las islas, Paton fue constreñido por el voto de todos los misioneros a no volver a Tana, sino
a iniciar la obra en la vecina isla de Aniwa. De esa manera, tuvo que aprender otra lengua y comenzar
todo de nuevo. ¡Al preparar el terreno para la construcción de la casa, Paton llegó a juntar dos cestas de
huesos humanos, provenientes de víctimas devoradas por los habitantes de la isla!

"Cuando esas pobres criaturas comenzaban a usar un pedacito de tela, o un faldón, era señal exterior de
una transformación, a pesar de estar muy lejos de la civilización. Y cuando comenzaban a mirar hacia
arriba a orar a Aquel a quien llamaban 'Padre, nuestro Padre', mi corazón se derretía en lágrimas de gozo;
y sé por cierto que había un Corazón divino en los cielos que estaba regocijándose también." Con todo,
igual que en Tana, Paton se consideraba inmortal hasta que completase la obra que le había sido designada
por Dios. Innúmeras fueron las veces que evitó la muerte agarrando el arma levantada contra él por los
salvajes para matarlo.

Por fin, la fuerza de las tinieblas unidas contra el Evangelio en Aniwa cedió. Eso tuvo lugar cuando él
cavó un pozo en la isla. Para los indígenas el agua de coco era suficiente para satisfacer su sed, porque se
bañaban en el mar; usaban un poco de agua para cocinar — ¡y ninguna para lavar la ropa! Pero para los
misioneros la falta de agua dulce era el mayor sacrificio, y Paton resolvió cavar un pozo.

Al principio los indígenas lo ayudaron en esa obra, a pesar de que consideraban que el plan "de que el
Dios del misionero proporcionara lluvia desde abajo", era la concepción de una mente extraviada. Pero
después, amedrentados por la profundidad del pozo, dejaron que el misionero continuase cavando solo,
día tras día, mientras lo contemplaban desde lejos, diciendo entre sí: "¡¿Quién oyó jamás hablar de una
lluvia que venga desde abajo?! ¡Pobre misionero! ¡Pobrecito!" Cuando el misionero insistía en decirles
que el abastecimiento de agua en muchos países provenía de pozos, ellos respondían: "Es así como suelen
hablar los locos; nadie puede desviarlos de sus ideas fijas."

Después de muchos y largos días de trabajo fatigante, Paton alcanzó tierra húmeda. Confiaba en que
Dios lo ayudaría a obtener agua dulce como respuesta a sus oraciones. A esa altura, sin embargo, al
meditar sobre el efecto que causaría entre la gente si encontrase agua salada, se sentía casi horrorizado al
pensar en ello. "Me sentí" escribió él, "tan conmovido, que quedé bañado en sudor y me temblaba todo el
cuerpo cuando el agua comenzó a brotar de abajo y empezó a llenar el pozo. Tomé un poco de agua en la
mano y la llevé a la boca para probarla. ¡Era agua! ¡Era agua potable! ¡Era agua viva del pozo de
Jehová!"

Los jefes indígenas acompañados de todos sus hombres asistieron a este acontecimiento. Era una
repetición, en pequeña escala, de la escena de los israelitas que rodeaban a Moisés cuando éste hizo brotar
agua de la roca. Después de pasar algún tiempo alabando a Dios, el misionero se sintió más tranquilo y
bajó nuevamente al pozo, llenó un jarro con "la lluvia que Jehová Dios le daba mediante el pozo", y se lo
entregó al jefe. Este sacudió el jarro para ver si realmente había agua en él; entonces tomó un poco de
agua en la mano, y no satisfecho con eso, llevó a la boca un poco más. Después de revolver los ojos de
alegría, la bebió y rompió en gritos: "¡Lluvia! ¡Lluvia! ¡Sí; es verdad, es lluvia! ¿Pero, cómo la
conseguiste?" Paton respondió: "Fue Jehová, mi Dios, quien la dio de su tierra en respuesta a nuestra labor
y nuestras oraciones. ¡Mirad y ved, por vosotros mismos, cómo brota el agua de la tierra!"

Entre toda esa gente no había un solo hombre que tuviese el valor de acercarse a la boca del pozo;
entonces formaron una larga fila y asegurándose los unos a los otros con las manos, fueron avanzando
hasta que el hombre que estaba al frente de la fila pudiese mirar dentro del pozo; Enseguida, el que había


mirado, entonces pasaba al fin de la "cola", dejando que el segundo mirase para ver la "lluvia de Jehová,
allí, bien abajo".

Después que todos hubieron mirado, uno por uno, el jefe se dirigió a Paton diciéndole: "¡Misionero, la
obra de tu Dios, Jehová, es admirable, es maravillosa! Ninguno de los dioses de Aniwa jamás nos bendijo
tan maravillosamente. Pero, misionero, ¿continuará El dándonos siempre esa lluvia en esa forma? o,
¿vendrá como la lluvia de las nubes?" El misionero explicó, para gozo inefable de todos, que esa
bendición era permanente y para todos los aniwaianos.

Durante los años siguientes a este acontecimiento, los nativos trataron de cavar pozos en seis o siete de
los lugares más probables, cerca de varias villas. Sin embargo, todas las veces que lo hicieron, o se
encontraron con roca, o el pozo les daba agua salada. Entonces se decían: "Sabemos cavar, pero no
sabemos orar como el misionero, y por lo tanto, ¡Jehová no nos da lluvia desde abajo!"

Un domingo, después que Paton había conseguido el agua de pozo, el jefe Namakei convocó a todo el
pueblo de la isla. Haciendo ademanes con una hachita en la mano, se dirigió a los oyentes de la siguiente
manera: "Amigos de Namakei, todos los poderes del mundo no podrían obligarnos a creer que fuese
posible recibir la lluvia de las entrañas de la tierra, si no lo hubiésemos visto con nuestros propios ojos y
probado con nuestra propia boca. . . Desde ahora, pueblo mío, debo adorar al Dios que nos abrió el pozo y
nos da la lluvia desde abajo. Los dioses de Aniwa no pueden socorrernos como el Dios del misionero. De
aquí en adelante, yo soy un seguidor del Dios Jehová. Todos vosotros, los que quisiéreis hacer lo mismo,
tomad los ídolos de Aniwa, los dioses que nuestros padres temían, y lanzadlos a los pies del misionero.. .
Vamos donde el misionero para que él nos enseñe cómo debemos servir a Jehová. . . Quien envió a su
Hijo, Jesús, para morir por nosotros y llevarnos a los cielos."

Durante los días siguientes, grupo tras grupo de salvajes, algunos con lágrimas y sollozos, otros con
gritos de alabanzas a Jehová, llevaron sus ídolos de palo y de piedra y los lanzaron en montones delante
del misionero. Los ídolos de palo fueron quemados; los de piedra, enterrados en cuevas de 4 a 5 metros de
profundidad, y algunos, de mayor superstición, fueron lanzados al fondo del mar, lejos de la tierra.

 Uno de los primeros pasos en la vida cotidiana de la isla, después de que se destruyeron todos los ídolos,
fue la invocación de la bendición del Señor en las comidas. El segundo paso, una sorpresa mayor y que
también llenó al misionero de inmenso gozo, fue un acuerdo entre ellos de celebrar un culto doméstico por
la mañana y otro por la noche. Sin duda esos cultos estaban mezclados, por algún tiempo, con muchas de
las supersticiones del paganismo.

Pero Paton tradujo las Escrituras y las imprimió en la lengua aniwaiana, y enseñó al pueblo a leerlas. La
transformación que sufrió el pueblo de esa isla fue una de las maravillas de los tiempos modernos. ¡Qué
emoción tan grande se siente al leer acerca de la ternura que el misionero sentía por esos amados hijos en
la fe, y del cariño que ellos, los otrora crueles salvajes que se comían los unos a los otros, mostraban para
con el misionero!

¡Ojalá que nuestro corazón arda también en deseos de ver la misma transformación de los millones de
habitantes primitivos que hay aún en tantas partes del mundo!

Paton describió la primera Cena del Señor que celebraron en Aniwa, con las siguientes palabras: "Al
colocar el pan y el vino en las manos de esos ex antropófagos, otrora manchadas de sangre y ahora
extendidas para recibir y participar de los emblemas del amor del Redentor, me anticipé al gozo de la
gloria hasta el punto de que mi corazón parecía salírseme del pecho. ¡Yo creo que me sería imposible
experimentar una delicia mayor que ésta, antes de poder contemplar el rostro glorificado del propio
Jesucristo!"

Dios no solamente le concedió a nuestro héroe el inefable gozo de ver a los aniwaianos ir a evangelizar
las islas vecinas, sino también el gozo de ver a su propio hijo, Frank Paton, y a su esposa, ir a vivir en la
isla de Tana, para continuar la obra que él había comenzado con el mayor sacrificio.

Fue a la edad de 83 años que Juan G. Paton oyó la voz de su precioso Jesús, llamándolo para el hogar
eterno. ¡Cuán grande ha sido su gozo, no solamente al reunirse con sus queridos hijos de las islas del sur
del Pacífico, los cuales habían entrado al cielo antes que él, sino también al poder dar la bienvenida a los


otros que van llegando allí, uno por uno!