domingo, 20 de marzo de 2011

¡Ahora tu! ¡Ahora yo!



D
os hermanitos en puros harapos, muy pobres, uno de cinco años y el otro de diez, iban pidiendo un poco de comida por todas las casas de un barrio, muy conocido de una ciudad venezolana.  Estaban muy hambrientos, pero lo único que escuchaban, cada vez que tocaban una puerta, era “vayan a trabajar y no moleste…” “aquí no hay nada, pordioseros...”, “busquen a su papá para que les dé de comer”, “donde está la mamá de estos descarados…”.  Las múltiples tentativas frustradas entristecían a los niños, pero por fin, una señora muy atenta les dijo: “¡Voy a ver si tengo algo para ustedes... Pobrecitos!”. Al cabo de unos minutos volvió con una lata de leche.
¡Qué fiesta! Ambos se sentaron en la acera. El más pequeño le dijo al de diez años: “tú eres el mayor, toma primero... y lo miraba con sus dientes blancos, con la boca medio abierta, relamiéndose”.
 La señora que había regalado la leche a los niños, miraba desde el interior de su casa, a través de; una pequeña ventana que tenía. Contemplaba la escena entre sorprendida y consternada...
¡Si vieran al mayor mirando de reojo al pequeñito…! Se llevaba la lata a la boca haciendo de cuenta que bebía, apretaba los labios fuertemente para que no entrara ni una gota de leche. Después, extendiéndole la lata, decía al hermano: “Ahora es tu turno. Sólo un poquito.”
Y el hermanito, dando un trago exclamaba: “¡Está sabrosa!” “Ahora yo”, decía el mayor. Y llevándose a la boca la latita, ya medio vacía, no bebía nada. “Ahora tú”, “Ahora yo”, “Ahora tú”, “Ahora yo”...
Y, después de tres, cuatro, cinco o seis tragos, el menorcito, de cabello ondulado, barrigoncito, con la camisa afuera, se tomó toda la leche, él solito. Esos “ahora tú”, “ahora yo” me llenaron los ojos de lágrimas... Y entonces, sucedió algo que me pareció aún más extraordinario. El mayor comenzó a cantar, a danzar, a jugar fútbol con la lata vacía de leche.  Estaba radiante, con el estómago vacío, pero con el corazón rebosante de alegría. Brincaba, con la naturalidad de quien no hace nada extraordinario, o aún mejor, con la naturalidad de quien está habituado a hacer cosas extraordinarias sin darles la mayor importancia. De aquél muchacho podemos aprender una gran lección: “Quien da es más feliz que quien recibe”. Es así como debemos amar. Sacrificándonos con tanta naturalidad, con tal elegancia, con tal discreción, que los demás ni siquiera puedan agradecernos el servicio que les prestamos.
¿Como podrías hoy encontrar un poco de esta “felicidad’ sino haciendo que la vida de alguien sea mejor”? Pues adelante, levántate y haz lo que sea necesario.








































































































































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